El Café La Bastilla
En el Medellín de los años cincuenta entre los cafés más importantes se destacaban el de La Bastilla y el Miami. Las únicas mujeres que se atrevían a entrar eran las meseras, si alguna otra lo hacía, osadía que nunca se supo a excepción de las artistas de los grupos de teatro español que se presentaban en el Teatro Junín, enfrente del café, su reputación quedaba por el suelo.
El café atraía en las horas de la mañana y algunas veces en la tarde, a los negociantes de toda clase de bienes, finca raíz, ganaderos y agricultores y, después de las cinco, a los políticos y a los intelectuales.
Los viernes, a dichas horas, se podía ver a los senadores y representantes a la cámara que, después de la usual semana de trabajo en el Parlamento en Bogotá, regresaban a cuidar de su clientela; diputados a la asamblea y concejales del municipio de Medellín y de otros municipios. Por ser el sitio de reunión de tales personajes, llegaban también aquellos que buscaban trabajar en el sector público y necesitaban de su recomendación y los que querían hacer negocios con el departamento o el estado para lo que era indispensable su apoyo; además de toda la fauna politiquera que desde tiempos ya olvidados ha venido medrando alrededor de ellos. La información que se necesitaba se conseguía allí con facilidad. También en la época de la violencia partidista era frecuentado por extremistas liberales y conservadores que llegaban camuflados buscando contactos con los que abastecían de armas a los grupos insurgentes y para enterarse de las políticas trazadas por los directores de sus partidos. Tampoco faltaban los agentes secretos asignados por la dirección de inteligencia a quienes no era difícil identificar, o al menos esos eran los comentarios que se oían.
Con relación a los negocios, era una incipiente lonja de propiedad raíz; se compraban casas, edificios, terrenos para engordar, fincas ganaderas y agrícolas y cualesquiera otras operaciones que se propusieran. Existía aún el cumplimiento de la palabra dada y al día siguiente de haber realizado la operación y después de haber celebrado con regocijo, se encontraban en la notaria o en el banco para perfeccionar la operación de acuerdo con lo pactado el día anterior. Pocas veces se supo de incumplimientos de palabra. Quien lo hacía atraía el desprecio y la sanción del grupo y nadie más lo buscaba para realizar transacciones comerciales. Su mala fama se extendía como la peste y se convertía en un extrañado, en un réprobo para los negocios.
En las horas de la tarde, como dije antes, llegaban los políticos y sus áulicos así como los intelectuales, formándose fogones en donde se hablaba de política partidista, se criticaban las decisiones que el gobierno tomaba y se debatían formulas, según sus conceptos las necesarias para la transformación salvadora de Colombia; asistían también los escritores que estaban haciéndose conocer por medio de artículos publicados en la prensa de la ciudad y en los suplementos literarios en la dominical, para que la gente fuera leyendo sus obras. Los concurrentes eran implacables en sus juicios y críticas. Lo único bueno era lo dicho o publicado por ellos o por sus amigos. Esas críticas, a veces justas, fueron obligando a los futuros escritores a perfeccionar su narrativa y a acendrar su estilo. Algunos osados estudiantes, que más tarde se convertirían en políticos activos, se atrevían con timidez a intervenir en la tertulia cuando se hablaba de las teorías que los escritores de izquierda en especial los italianos y franceses de post-guerra, predicaban en sus libros y que se extendían en el mundo entero; sin faltar aquellos que preconizaban las tesis de la revolución permanente de León Trosky, el profeta Ruso, como única forma para que nuestra nación y los pueblos tercermundistas pudieran salir del atraso.
Cada uno de los asistentes exponía su pensamiento y todos a una, creían a pie juntillas, que la panacea a todos nuestros males era la revolución socialista aunque en su corazón seguían siendo conservadores. Había que derrocar al gobierno para poder hacer las reformas que el país necesitaba. Esas conversaciones se volvían eternas y muy pocas veces se presentaban opiniones que contradijeran las expresadas por los concurrentes. Quien se atreviera a exponerlas se convertía en blanco de la furia de los asistentes por ser un reaccionario fascista. Aquel que se acercaba por primera vez y no estaba enterado que lo que allí se trataba era el pan de cada día, salía con el más firme convencimiento de que las fuerzas de izquierda se tomarían el poder en cuestión de días. Muchos de los asistentes con el pasar de los años fueron llegando a posiciones destacadas en la política y el gobierno y curiosamente o mejor lógicamente, ninguno cuando tuvo la oportunidad trató de derrumbar las viejas estructuras sociales y políticas. Por el contrario, pusieron todo su empeño en conservarlas. Lo importante era llegar a los altos círculos políticos con el único fin del poder por el poder para satisfacer su ego, mostrarle a sus seguidores lo influyente que eran y su capacidad para conseguirles empleo sin importar que tan preparados estaban para los cargos. La única condición era que fueran incondicionales y que durante las elecciones trabajaran para su reelección. Muy pocos se prepararon para dirigir el cambio que el país necesitaba, ni tampoco les exigieron a sus seguidores la preparación debida para el desempeño de posiciones de mando en el manejo de la “cosa” pública. Se especializaron en la politiquería barata y usando toda clase de artimañas y avivatadas, llamadas por ellos habilidad política. Se tomaron los directorios antes manejados por personas honestas y capacitadas, para con base en marrullas mansanillescas y el expediente de que había que desalojar la oligarquía del manejo de la política antioqueña, se perpetuaron en sus direcciones convirtiéndolas en agencias de empleo y fijaban como única exigencia y experiencia para acceder a las altas posiciones del estado, la recomendación del cacique de turno y su lealtad, o mejor, servilismo incondicional que, por supuesto, contribuyó al desplome moral que el país ha venido conociendo y sufriendo desde hace ya cuarenta años. En pocas palabras convirtieron la política en negocio.
El café Miami
Le decíamos “El Mayami”. Estaba situado en el corazón de Medellín, haciendo esquina con el Parque de Bolívar y uando estudiábamos el bachillerato lo frecuentábamos de cuando en vez.
Ya al inicio de nuestras carreras, era el lugar predilecto para las tertulias y sitio de encuentro los sábados en la tarde, antes de asistir a las fiestas a las que estábamos invitados. La clientela era diversa y en cada una de las mesas se sentaban grupos con afinidades similares. Estaban las mesas de los que no quisieron estudiar y estaban vagando, pues el café era el punto de encuentro para planear la salida a parrandear a los distintos estaderos, que así se llamaba a los bailaderos a los que se asistía con amigas a las que no les ponían impedimentos en sus casas; las llamábamos números. Tampoco faltaban los contestatarios del momento, los nadaistas, con Gonzalo Arango a la cabeza, siempre dando la nota discordante para captar la atención de los asistentes, y la de aquellos que ya se iniciaban en la vida de los negocios. Por supuesto tampoco podía faltar la mesa de los que concurríamos a tertuliar en las horas de la mañana durante la semana. Por no ser el café muy espacioso, con frecuencia se juntaban varias mesas iniciándose polémicas sobre toda clase de temas con los asistentes e inclusive algunas veces salíamos de farra.
Como las clases en las diferentes facultades, entre ellas las de derecho, eran discontinuas acostumbrábamos ir a tertuliar sobre literatura, política, teatro, etc., cuando el horario nos lo permitía y, regularmente, en las horas de la mañana. Era un grupo de muchachos llenos de inquietudes, la mayoría simpatizantes de los partidos de izquierda de moda en el mundo y del partido comunista. Se arrimaban gentes de todos los pelambres a catequizarnos con sus ideologías, pues el terreno era el apropiado para hacer proselitismo. Entre la izquierda, el nadaismo, y los que considerábamos reaccionarios por simpatizar con el establecimiento, fueron creando en nuestras calenturientas mentes deseosas de justicia social un mazacote ideológico que solamente el tiempo fue decantando. Algunos de los habituales resolvieron acompañar a los movimientos insurgentes para nunca más regresar y, los pocos que lograron, nunca quisieron admitir su fracaso por temor a las retaliaciones, aunque dejaban entrever su vuelco ideológico.
Con el correr de los años muchos de los asistentes se convirtieron en hombres de empresa, prósperos hacendados, intelectuales de valía, políticos que escalaron distinguidas posiciones en diferentes gobiernos, sin faltar aquellos que, al no poder superar sus complejos, continuaron arrastrando sus frustraciones. Fue también escenario de trifulcas. En ellas se guardaba el pacto tácito de no usar armas. Sólo los puños eran permitidos.
Como quedaba al terminar la calle Junín, la más popular de Medellín, era el paseo predilecto de las colegialas y para nosotros la vitrina en la que nos podían observar actuando como adultos. Si habíamos tenido alguna diferencia con nuestra novia y no queríamos dar el brazo a torcer, bastaba que nos sentáramos en una de las mesas que daba a la calle Junín a esperar el paso casi obligado de ella. Cuando la veíamos o alguno de los asistentes nos comunicaba que se acercaba, comprábamos en el piano la canción que le habíamos dedicado en alguna serenata, por la suma de veinte centavos o se los entregábamos a Maruja la mesera, famosa por sus abultados senos, para que ella se los echara y así nosotros poder observar su reacción y, simulando indiferencia pero con el corazón a punto de salirse, la veíamos acercarse y alejarse. Ella indefectiblemente volvía a pasar, señal que interpretábamos como rendición, nuestro corazón latía con más fuerza y ella con su cara iluminada por una gran sonrisa nos invitaba a restablecer el idilio interrumpido momentáneamente.
Cuando no teníamos ninguna actividad programada salíamos de allí a terminar la tertulia y los tragos al cementerio de las guitarras, un chiribitil situado muy cerca de Guayaquil propiedad de Pacho Lunares, músico serenatero de voz gangosa entrado en años que nos complacía con canciones que casi nadie recordaba o que ya nadie solicitaba. Las preferidas de Pacho eran los tangos Medias de seda, la Payanca y el Pañuelito blanco; y en bambucos y pasillos era un archivo viviente. En una ajada y amarillenta libreta tenía anotadas las letras de los más antiguos como el Trapiche y los Azulejos, Adiós casita blanca y Ranchito hermoso. El nombre del cementerio de las guitarras se debía a que Pacho prestaba plata a los colegas y como prenda les exigía las guitarras que colgaba en las paredes del establecimiento. Muchas veces nos sorprendía la madrugada oyendo sus canciones y en discusiones alrededor de la literatura y la política. En una de esas amanecidas uno de los compañeros de parranda le solicitó cantase “Para qué los libros”. Junto a pacho había un borrachito que dormitaba placidamente aunque con algunos sobresaltos. Al oír el pedido de nuestro amigo, el borrachito alzó la cabeza y sin fórmula de juicio pronunció las siguientes palabras: para que se los metan por el culo y dejen dormir. Y allí fue Troya. La protesta ante semejante blasfemia fue unánime y le exigimos de inmediato explicaciones o de lo contrario se vería sometido a un severo castigo. Éramos estudiantes con ínfulas intelectuales y no permitiríamos que se irrespetase en esa forma al sagrado alimento de nuestros espíritus. El borrachito trastabillando sólo movía las manos sin desatar palabra. Al darnos cuenta de su lastimosa situación, lo invitamos a sentarse en nuestra mesa para catequizarlo sobre nuestro amor a los libros y sobre lo importante que eran para el progreso del pensamiento. Terminamos abrazados cantando y babeando a dúo la canción de la discordia.
Los más osados se iban a los bailaderos que quedaban en los extramuros, especialmente al Milancito en el barrio Las Camelias, al lado del río Medellín, en la vieja carretera que conducía a Bello. Era el lugar de reunión obligatoria de las de dudosa ortografía y los Camajanes, nombre que se les daba a aquellos surgidos de las barriadas sin oficio conocido, que vestían prendas fuera de las tradicionales y caminaban dando saltitos. Se presentaban bandas musicales que interpretaban a los soneros de moda, como Daniel Santos, Bienvenido Granda etc.; y la mariguana se consumían con largueza. Por todo esto, eran mirados con temor y desprecio por las gentes hasta el punto que uno de los peores agravios era decir que era un mariguanero. Como no se limitaban ni en sus atuendos ni en sus comportamientos y bailaban con gran soltura y con movimientos y pases desconocidos, muchos de los asistentes los imitaban para luego practicarlos en las fiestas familiares y en los clubes en donde lentamente se fueron imponiendo además de su forma de hablar. Muy pocos de nosotros sabíamos qué era la mariguana y si lo sabíamos era por nuestras lecturas de los poetas malditos o por el poema de Barba Jacob, que dice soy un perdido, soy un mariguano.
Siempre preferimos los programas en los que escuchábamos música de cuerdas, tomábamos aguardiente y en los que podíamos intercambiar conceptos sobre los libros leídos en los últimos días. En cuanto al baile adorábamos bailar bolero amacizados como forma de ocultar nuestra incapacidad para mover el cuerpo rítmicamente. Defecto que posee la mayoría de los antioqueños lo mismo que el aprendizaje de idiomas. Parece ser que esas carencias de deban a lo isolado de la montaña a donde muy pocos extranjeros se atrevían a llegar y donde la música que se escuchaba era en su gran mayoría música de cuerdas. Obviamente al no escuchar un idioma diferente “al paisa” y música de pasillos y bambucos, el oído no se desarrollaba como ocurre con los habitantes de los puertos marítimos.
Otro de los lugares preferidos era el barrio Guayaquil o Guayaco, que durante el día era la morada transitoria de cientos de comerciantes y buhoneros venidos de las cuatro esquinas del departamento. Allí se gestaban toda clase de operaciones comerciales posibles y tenían su base permanente los principales establecimientos de comercio de la ciudad; escuela de los más destacados y acaudalados hombres de negocios y comerciantes de Antioquia y del país, y que dio vida al vocablo guayaquileño cuando se quería calificar a un individuo por su hábil manera de hacer negocios y que por ser el sitio de reunión de delincuentes y de individuos de la peor laya durante la noche, era el imán que atraía con más fuerza a todos los que ansiaban emociones fuertes. En el Guayaco se encontraba la calle de los tambores, corazón del mismo, el Tibiritabara y el famoso Bola roja, enseguida del restaurante de Rosa la peluda, cuya peculiaridad consistía en que las mesas eran de cemento armado y amarrados a ella estaban los platos y cubiertos de latón para que los comensales no se los llevaran. Eran cafés de reconocida fama entre los bohemios y estudiantes, porque sus conjuntos musicales interpretaban ritmos y canciones proscritos por la mojigata sociedad de la época y, además, porque no era extraño encontrar en ellos bandidos famosos con los cuales se podían compartir unas copas y si estaban de humor, se les oía decir que estuvieron injustamente en la cárcel por haber cocido a puñaladas a aquel que se atrevió a sacar a bailar a su amante en un jolgorio a las orillas del río Cauca. “Cómo te parece que estuvimos bebiendo toda la noche y como el baile estaba tan caliente, seguimos chupando y bailando. Los rayos del sol nos lastimaban los ojos como si fueran alfileres, las bocas estaban resecas, los músicos desentonaban y aquellos contertulios que no se habían ido dormían sus borracheras en el corredor y en el patio de tierra apisonada de la casa. Sólo recuerdo que uno de los hombres que había llegado desde horas antes a la fiesta miraba permanentemente a mi hembra como queriéndosela comer. A mi no me gustó y no le quitaba la vista. Me miraba de reojo y yo fijamente. Se hacía el desentendido para vacilarme pero yo no trago cuento. Tenia como dieciocho años y lo acompañaba fama de dominador de mujeres. Pasado un tiempo y de repente se fue acercando hacia mi hembra y sin voltear a mirarme, la invitó a bailar. Algo dentro de mí reburujó mi cerebro gritándome que no podía tolerar el que mi hembra saliera a bailar con un aparecido y clamaba que la hiciera respetar; el corazón me empezó a latir aceleradamente, me llené de ira y sin pensarlo, me dirigí hacia él que estaba de pie cerca de ella esperando a que accediera a su pedido. Desenfundé mi cuchillo y sin mediar palabra le atiné al corazón con una puñalada marranera. El hombre se fue desgonzando con lentitud y mientras caía le propiné otras seis puñaladas, todas ellas mortales según me lo contaron los policías que me detuvieron hasta que cayó al suelo sin resuello. Por algo yo había sido matarife de cerdos en mi pueblo. Un silencio sepulcral se apoderó de la fiesta y entre varios de los asistentes lograron quitarme el arma y llevarme a una casa no lejos de aquel lugar. Estuve huyendo como una fiera perseguida por una jauría de perros, y sólo pensaba en lo justo que había sido el castigo para aquel que se atrevió a sacar a bailar a mi hembra. Si volviera a nacer lo volvería a pelar pues los machos verdaderos, los varones completos no pueden permitir que le manoseen a su hembra. Acaso ¿usted no hubiera hecho lo mismo?. Dígame, ¿si o no?”.
Era un espectáculo ir a ver a los desesperanzados y marginados de la sociedad ejecutar pasos de baile que ninguno de nosotros había visto y a los cantantes interpretar canciones que nunca habíamos oído. Sus parejas a cual más pintorreteadas, vestían coloridas polleras que les llegaban una cuarta antes de la rodilla, precursoras de la mini falda popularizada por Mary Quant en todo el mundo y transparentes blusas que dejaban ver sus túrgidos senos y afilados pezones moverse al compás de la música. Para mayor comodidad de los asistentes y tener más espacio para la pista de baile, los propietarios construyeron mezanines en donde se situaba la banda conformada por dos trompetistas, una batería, timbales y contrabajo. Los hombres vestían pantalones de dril armada y camisa blanca y si se observaba con detenimiento y disimulo, se podía ver que de su pretina sobresalía un pequeño abultamiento, la puñaleta tres rayas marca Solingen, compañera inseparable de los que a allí solían asistir.
Pasada la medianoche el ambiente se empezaba a caldear cuando ya los efectos del licor y la cerveza hacían efecto. De repente y sin que nadie hubiese notado nada, se oía una maldición seguida del estallido de una botella de cerveza contra una mesa o contra el suelo para hacer de su casco una mortífera arma para cruzarle la cara al contrincante o para cortarle las manos al que esgrimía en sus manos otro casco de botella o una puñaleta. La gente se arremolinaba nerviosa dejando espacio a los gladiadores sin tratar de separarlos pues era más peligroso. En ocasiones la reyerta se generalizaba y salían a volar sillas, botellas y cuanto objeto contundente estuviera a la mano. Al poco rato llegaba la policía a restablecer el orden y el baile comenzaba nuevamente.
Las Dos Tortugas
Con alguna frecuencia íbamos a la heladería Las Dos Tortugas que quedaba cerca de la facultad de medicina de la universidad de Antioquia, frecuentada en las horas de la mañana y al principio de la tarde por los estudiantes. La clientela para las horas de la noche variaba sustancialmente. Muchos de ellos individuos sin ningún respeto por la ley, contrabandistas y bandidos de clase media media, que buscaban contactos para llevar a cabo sus fechorías, sin que faltaran aquellos de clase social alta que habían preferido la riqueza fácil al trabajo decente. Iban bien trajeados y tenían un trato acorde con su condición social. Para nosotros, era un programa diferente al de todos los sábados, máxime que allí se podían conseguir muchachas que para la sociedad de entonces estaban totalmente liberadas. Usualmente llegábamos a las ocho o nueve de la noche y como algunos de los asistentes eran conocidos, nos permitían sentarnos en sus mesas en las que solamente se hablaba o de mujeres o de insustancialidades. Cuando se hablaba de negocios era fundamentalmente sobre venta de automóviles o compra venta de ganados, pues muchos de ellos invertían sus ganancias en ellos. Muy de cuando en vez narraban sus escabrosas aventuras las que escuchábamos con deleite.
Entre ellos se distinguía el Happy bastante añoso y entroncado con las mejores familias de Medellín, era de una simpatía arrolladora y contador de historias y anécdotas insuperable. Había pasado varias veces por la cárcel acusado de contrabandista y, por supuesto, era el dolor de cabeza de su familia, pues estaba casado con una distinguida señora de Medellín con la que tenía varios hijos. Después de la salida de uno de los muchos carcelazos y ante el ruego implorante de sus familiares, hizo creer que se había regenerado con motivo de la Santa Misión llegada de España, compuesta por un grupo de curas retrógrados cuyo objetivo fundamental era la conversión de los pecadores. Se dedicaron a casar a todos aquellos que vivían felices en dañado y punible ayuntamiento como define el código civil a los que viven juntos, sin contraer matrimonio. Para conseguir el arrepentimiento de la intonsa grey, realizaban lo que dieron en llamar el rosario de la aurora a las cinco de la mañana, el que era entonado por cientos de beatas y beatos con gran devoción y en voz alta, consiguiendo despertar a las personas que aún dormían. Uno de los afectados fue el arquitecto Mesa Jaramillo de gran prestigio en la ciudad y profesor de la Universidad Católica Bolivariana. Como la procesión del rosario de la aurora se repetía todas las mañanas y el Arquitecto por motivo de su trabajo sólo lograba conciliar el sueño a muy altas horas de la madrugada, resolvió escribir al periódico el Colombiano protestando contra la falta de cultura de los reconquistadores, artículo que le costó su posición de directivo en la Bolivariana. La familia emocionada le propuso al Hapy se trasladara a vivir a Bogotá buscando alejarlo de sus amigotes, y le financió un almacén de ropa de hombre situado en el centro de la ciudad. Todo marchaba de acuerdo al querer de sus parientes hasta que un día recibió la visita de uno de sus antiguos socios que lo convidó a ingresar en el negocio de moda la exportación de cocaína. Y como los perros cazadores que se van tras el primero que los chifla, volvió a ingresar en los “bisnes” como él decía, aprovechando la mampara del almacén. Pasado un tiempo regresó a Medellín algo próspero y parece nunca más tuvo agites con la justicia.
Frecuentaban también Las Dos Tortugas, el Caratejo Betancur y Bruno Bravo. El Caratejo era piloto de avionetas y famoso porque se había auto-atracado mientras esperaba en la cabecera del Aeropuerto Olaya Herrera autorización de la torre de control al terminar el vuelo que había iniciado en Segovia transportando las remesas de oro de las minas que lo habían contratado con el objeto de trasladar hacia Medellín la producción semanal del mineral. Era famoso también como mujeriego y se rumoraba que tuvo el mismo día de diferentes mujeres sendos hijos. Aseguraban que por su mente jamás atravesó un buen pensamiento, todo en él era torcido. Años después sus enemigos, que eran muchos, lo secuestraron. Su cadáver fue encontrado con signos de atroces torturas, le cortaron el pene y se lo introdujeron en la boca.
Bruno Bravo de familia bastante conocida, desde muy joven mostró su desadaptación y se enroló como soldado raso en el batallón Colombia, aporte de nuestro país a la guerra de Corea. A su regreso se dedicó a negocios de toda índole con su hermano Alberto. Ambos fueron alumnos del colegio de San Ignacio regentado por los jesuitas y, por supuesto, muy conocidos por aquellos que estudiaban por esos días en dicho colegio. Eran amables pero retrecheros y al tratarlos dejaban entrever una cierta lejanía con su comportamiento. Pirringuis, como llamaban a Alberto, se convirtió en el amante de Griselda Blanco, llamada la viuda negra y una de las principales narcotraficantes que años después fue apresada en Estados Unidos. Alberto como Bruno murieron a manos de sicarios. Uno de los sucesos más sonados de esa época fue el duelo a bala entre el Caratejo y Bruno en Las Dos Tortugas. Se citaron un día miércoles en la noche en la heladería. Al encontrarse desenfundaron sus armas y apuntándolas en dirección a sus cuerpos las dispararon hasta agotarlas. Ambos cayeron heridos gravemente y fueron trasladados a la Clínica Medellín en donde les prestaron los auxilios de rigor logrando salvarles sus vidas. Paradójicamente la habitación en donde recluyeron al Caratejo estaba contigua a la de Bruno. Pasado el tiempo se les veía conversando en la mesa en donde tantas veces se habían sentado a platicar y a compartir sus aguardientes.
Había también en Medellín dos salas de billar, El Metropol cuyo propietario era Helbert Gainners de nacionalidad Alemana, amante de Marta Pintuco una de las madamas de más fama y cache, sacerdotisa de los altares de Lesbos, que solía invitar a pasear a Itagüí a las muchachas que le gustaban en un Cadillac con conductor negro, todo vestido de blanco y en el puesto de adelante dos enormes perros doverman. Era propietaria también de un establecimiento similar al que tenía en el barrio Lovaina, en donde se expendían bebidas alcohólicas y era visitado por las muchachas del pueblo y se oía la mejor música de la época. Su burdel era frecuentado por lo mejor de la sociedad. No aceptaba ni negros ni personas de baja extracción social. La inmortalizó Fernando Botero, uno de sus clientes más asiduos en su época de estudiante, en un bello lienzo que tituló “En casa de la Pintuco”, que se encuentra colgado en un famoso museo en Alemania. Helbert era también propietario de un automóvil Cadillac descapotable, único en la ciudad, y solían los fines de semana salir a pasear, lo que era interpretado como una bofetada a las pudibundas pueblerinas que probablemente soñaban en sus eternas abstinencias sexuales con ser sus compañeras porque a mas de extranjero era de una bella y varonil figura que hacía que las mujeres lo deseasen con furor. A Marta la llamaban la Pintuco porque fue de las primeras mujeres que se tiñó el pelo de rojo y como la fábrica de pinturas en Medellín se llama Pintuco, resolvieron apodarla de ese modo.
El café Metropol estaba situado en la calle Junín con Caracas y La Macarena quedaba en la esquina nororiental del Parque de Bolívar. La clientela del primero era fundamentalmente de expertos billaristas y ajedrecistas y la del segundo usualmente eran estudiantes de bachillerato a los que nos ponían bolas a pesar de no tener la edad requerida, como se decía en la jerga billarística, puesto que era condición legal tener dieciocho años. Era el programa obligado después de las clases de la mañana en el colegio y, de paso para la casa a la hora del almuerzo, jugar un chico entre cuatro compañeros. No pasaba un sólo día sin que se armara la discusión porque uno de los más avisados estaba echando tenedor, que consistía en que cuando estábamos embebidos en el juego, alargaba el taco y sin que nos diéramos cuenta anotaba unas carambolas de más en el fichero, al que llamábamos chorizo. Mayita, un marica gordo y nalgón que tenía la concesión para vender frituras, al ver que empezaba la gritería clamaba en voz alta: “niños por favor dejen de pelear.” Al comentarnos algún día acerca de la fiesta que había celebrado para su cumpleaños le pregunté: Mayita y ¿cuánto le costó?. Me respondió, quince mil pesos con veinte centavos. Y ¿de qué fueron los veinte centavos? pregunté sorprendido. Bruto, me contestó, fue lo que me costó el hilo para amarrar las bombas. El garitero de la misma orden de Mayita que le decíamos el médico era el desvare de todos aquellos que solicitaban bolas y que al terminar el juego no tenían como pagar, entonces el médico se transaba con la condición que de que se dejara acariciar el pipí. Para ello el ganador gritaba: ¡médico operación! e inmediatamente el perdedor se entraba al baño en donde lo esperaba el médico para la operación de rigor.
demasiado interesante gracias <3
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