Quedaba la antigua feria de ganados bajando por la calle Colombia en la margen derecha del río Medellín en terrenos hoy urbanizados y ocupados por almacenes de confecciones y distribuidores de telas y edificios de apartamentos, antes que la construcción del puente de la calle Colombia exigiera su traslado al norte de la ciudad sobre la vía que conduce a la población de Bello.
Uno de los programas favoritos de los muchachos de la época era el capar colegio para ir a observar encaramados en los corrales de hierro que separaban los ganados, el manejo de ellos por expertos vaqueros que los arreaban desde las haciendas en donde se criaban, cuando habían alcanzado el peso exigido por los comerciantes. La mayoría de las haciendas estaban situadas en las márgenes de los ríos San Jorge, Sinú y Magdalena, además de otras regiones del país, porque la feria de Medellín era la que regía la pauta en los precios.
Su fama cubría el territorio nacional y todos aquellos ganaderos deseosos de comprar o vender para surtir sus fincas o renovar los hatos, acudían a ella.
No en vano se decía que los que negociaban allí preferían la ruina que incumplir con la palabra dada al cerrar un negocio. Las principales operaciones de compra y venta de reses de diferentes edades y razas se efectuaban los miércoles desde muy tempranas horas hasta un poco después del mediodía; los cerdos, equinos y mulares se feriaban en diferentes días. Para todos aquellos que preferían los negocios al estudio, era la universidad insuperable, bastaba con arrimarse a los corrillos en donde se gestaban las ventas para aprender las sutiles maneras de plantearlas y las formas de ir conociendo las artimañas utilizadas para convencer a la persona interesada en el trato. Aprendían también a conocer en qué etapa de desarrollo se encontraban los novillos, cuáles eran los más indicados para la ceba; a calcular su peso a simple vista y toda las minucias inherentes al negocio y, por supuesto, el valor de la palabra dada cuando se cerraba una operación.
Tenía la feria varios restaurantes o fritanguerías en donde se reunían los asistentes a tomar aguardiente y a comer platos de mondongo y fríjoles con garra y chicharrones y a terminar de perfeccionar los negocios. Esos almuerzos duraban hasta las cuatro o cinco de la tarde, cuando salían para sus residencias.
Se podría decir sin exageración que a la feria asistía lo más granado de la política y de los negocios del departamento. Político que se respetara pasaba por allí debido a que los ganaderos eran los vasos comunicantes y el correo de las gentes que vivían en las apartadas regiones a donde no llegaban carreteras ni existían medios de comunicación diferentes a un sólo teléfono operado por una telefonista oficial además de ser empleadores de numerosas personas que en el momento de las elecciones serían de gran utilidad para hacer proselitismo a su favor y aumentar el caudal de votos. También podían escuchar de viva voz los reclamos de las gentes del campo y las carencias y necesidades de sus veredas y pueblos. Muchos de ellos, los políticos, también eran ganaderos o agricultores y en la feria se enteraban de los modernos adelantos para la crianza y cruza de ganados y cuáles eran las mejores razas productoras de carne y leche. Lo mismo en cuestión de semillas y pastos para quienes estaban dedicados a sembrar gramíneas u otra clase de cultivos.
De cuando en vez, y en el momento en que se estaba embarcando el ganado en los camiones que lo transportaría a otras fincas para terminar su engorde, algunos de los novillos lograban fugarse hacia las calles aledañas iniciándose inmediatamente la persecución. Eran novillos de más de cinco años con pesos hasta de quinientos kilos y cuernos como agujas. Verdaderas fieras sueltas en la ciudad, potencializadas además por el ruido del rodar de los automóviles, por el sonido de sus bocinas, por los gritos de los muchachos que los perseguían arrojándoles piedras y por el pavor de lo desconocido. Algunas veces llegaron hasta la calle Junín con la Playa, pleno centro de la ciudad, causando graves estropicios, e incluso empitonaron a desprevenidos transeúntes. Por supuesto, nosotros no podíamos quedarnos sin colaborar en la persecución desatada por los vaqueros, ni mucho menos perdernos el espectáculo de terror que asomaba a los ojos de los asombrados viandantes.
La mayoría de esos ganados venía de las haciendas de la costa fundadas por los antioqueños hacía ya varios años al emigrar hacía el norte buscando nuevos horizontes para la ganadería y la agricultura, porque las pocas tierras buenas del departamento ya estaban civilizadas y los precios para su adquisición eran inalcanzables. A la cabeza de los pioneros de esa colonización se encontraba la familia Ospina, enraizada en el medio antioqueño desde cuando Mariano Ospina Rodríguez, oriundo de la población de Guasca, Cundinamarca, se vio obligado a huir del juicio que le inició el Libertador por estar entre los conspiradores de la noche de septiembre en que trataron de asesinarlo.
Sus haciendas se encontraban situadas a los lados del trazado de la carretera que conduce de Medellín a Cartagena y que pasa por Yarumal, población conectada a la primera por una carretera destapada. Para llegar a Yarumal se demoraba el camión hasta seis horas, y en invierno era una odisea transitarla. Los Ospina, junto con un variado grupo de hombres de trabajo deseosos de conseguir fortuna, se embarcaron en otra más de las gestas antioqueñas para domeñar la selva y crear riqueza, fundando las haciendas de más renombre en el recorrido de la carretera que uniría a Medellín con la Costa Atlántica, con gran visión futurista. Ni el mal clima, ni las dificultades para el transporte, ni la ausencia de los más elementales servicios fueron obstáculos para llevar y culminar con éxito la misión que se habían propuesto: la creación de riqueza y, por ende, el bienestar de sus coterráneos. Sus colonizaciones llegaron hasta Montería antes que el departamento de Bolívar fuera dividido por la politiquería. Esas haciendas se convertirían, con el tiempo, en las proveedoras de los ganados que consumía parte del departamento de Antioquia y lo que hoy en día llamamos el eje cafetero.
Como no había carreteras los ganados tenían que viajar por tierra. El viaje de Marta Magdalena, hacienda Ospinera, de fama nacional por su extensión y la feracidad de sus tierras, situada en las márgenes del río Sinú cerca de Montería hasta Medellín, se demoraba treinta días y los que salían de las riberas del San Jorge y Cauca abajo, veinte y algunas veces más.
La clasificación de las partidas por despachar a la feria de Medellín se hacía con base en el peso de las reses. Salían tan gordos de las haciendas que al llegar a Medellín muchos aún conservaban su gordura a pesar de las penurias del viaje, pues debían atravesar las ardientes sabanas, para subir la fría cordillera pasando por Yarumal hasta Santa Rosa, y empezar a descender hacía el valle de Aburrá, de clima más cálido. Cada jornada empezaba muy de madrugada con el fin de alcanzar la posada en donde los arrieros encontraban cobijo y corrales para que los ganados pudiesen beber agua fresca y reposar. Durante el viaje la alimentación era muy escasa pues eran excepcionales las posadas que tenían pasto para alquilar. Los arrieros iban trajeados con la misma ropa que usaban en las haciendas, sombrero vueltiado, una gran mochila en donde empacaban la cobija para cubrirse durante el sueño y la hamaca para dormir; los utensilios necesarios para curar, sin que faltase la botella de creolina que era y sigue siendo el bálsamo milagroso para curar las gusaneras y las despeadas, en el caso en que algún animal se accidentase y llevaban como calzado sus abarcas tres puntas.
Como el viaje era por caminos de herradura y los cascos no estaban acostumbrados a las piedras y pedruscos, se despeaban y era necesario después de la curación, calzarlos con unos escarpines de cuero, abollonados con lana de balso. Al llegar a la feria, los arrieros se preparaban para el regreso no si antes visitar al médico de la hacienda, porque la mayoría de ellos al llegar a Medellín después de su paso por las tierras frías, desarrollaban el paludismo adquirido en las malsanas tierras en donde habitaban.
Todos esos abanderados de la colonización del norte de Antioquia y del departamento de Bolívar, creadores de bienestar y de progreso en lucha permanente contra toda clase de adversidades muy a principios del siglo XX, se movilizaban solos a caballo o en mula. No existían carreteras. Solo caminos precolombinos y los construídos durante la época de la colonia, que en las épocas de invierno se volvían fangales muy difíciles de transitar. El viaje de Medellín a Montería a caballo se tomaba más de una semana. Prácticamente no existían fondas para alojar a los viajeros, aunque los dueños de fundos ya establecidos y los pocos colonos campesinos les prestaban su colaboración dándoles hospedaje y comida.
Debido a todo ello y a que muy pronto empezaron a llegar los ganados criados en las tierras por ellos domeñadas fue cuando empezó a sentirse la necesidad de construir un coliseo moderno que atendiese las necesidades de los ganaderos del departamento, optándose por el de la banda derecha del río Medellín, y que luego fue trasladado a los lados de la carretera que conduce a la población de Bello.
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