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martes, 14 de junio de 2011

La Mala Vuelta

No recuerdo claramente el día que decidimos viajar a Medellín. Recuerdo si  que fue una mañana soleada cuando emprendimos nuestro viaje terrestre desde la capital. Cuando se viaja en automóvil dentro de Colombia, aparte de las sorpresas que brinda el paisaje, el viajero experimentado sabe de las no escasas posibilidades de afrontar emociones mayores.  Nosotros lo sabíamos pero como hasta el momento nada nos había ocurrido deberíamos pensar que nada nos sucedería. Así pensamos los colombianos y así seguimos pensando. Lo malo le pasa a nuestro vecino.   

El paisaje de la llamada “autopista” Bogotá-Medellín  es en verdad arrobador. Se baja de la fría altiplanicie por entre bosques de diferentes especies  y potreros en donde pastan hatos de vacas y novillos de distintas razas. Se termina de bajar y empieza luego  una empinada carretera de endemoniadas curvas y de un paisaje tanto o más atractivo que el que dejamos, para llegar a las riberas del río Magdalena, arteria fluvial por excelencia.  Cuadros de tierra fría, tierra templada y tierra ardiente nos acompañan alternativamente. Es en verdad un paisaje ensoñador. En las orillas de la carretera se encuentran pintorescos expendios de frutas  y a medida que se desciende  va aumentando su variedad.  Desde la salida de Bogotá hasta la llegada a Medellín la naturaleza nos regala sus más lindos cuadros. Sin embargo   detrás de un barranco o de un recodo del camino  se encuentra agazapado el peor enemigo que haya tenido Colombia en su corta historia de republicanismo.

El viaje se hace más emotivo por la tensión de que en la próxima curva  encontraremos el retén que llevará a cabo  la mal llamada “pesca milagrosa” y que seremos de aquellos que su atarraya cubrirá para pedir, después de un silencio sádico, el cuantioso rescate que de acuerdo con su tasación, puede valer el atarrayado. Ello se mide según la figura de la persona caída en la red, a la marca del automóvil y a los datos que sus cómplices les han suministrado. Datos sacados  de los bancos y de la administración de impuestos. Es fundamental desconocer los pasivos. No importa que  tenga o no dinero:


Tiene que tener.


Para  nuestra fortuna   el viaje transcurrió sin novedades,  fuera de la fatiga natural por las ocho horas  pasadas dentro del automóvil.

Llegado el día del regreso y siguiendo los consejos de algunos de los  recientes viajeros, decidimos devolvernos por una de las más bellas regiones del departamento de Antioquia, la carretera a Puerto Berrio,  también conocida como  paralela al ferrocarril.


 La prudencia y distintas informaciones nos indicaron que  lo correcto era partir pasadas las  seis de la mañana, puesto que la “guerrilla” usualmente despliega sus retenes  a tempranas horas y nosotros estaríamos pasando entre las diez y once  por la  región  donde  los llevan a cabo.





El viaje se  realizó de acuerdo con lo advertido,  llegando  a la población de Bello, famosa por sus  bandas criminales y sicariales,  pasadas las siete.


Todo sucedió así.  


Primer acto.


Al tratar de pasar un viejo automóvil que se había detenido por el temor de su conductor a desbaratarlo  en uno de los múltiples huecos que tiene la carretera me vi obligado a virar a la derecha, e inmediatamente oí detrás de mí el frenazo  de otro   y ruido de latas. Me detuve a indagar sobre lo sucedido y cuantificar  los daños sufridos.  Hecho el chequeo de rigor y en vista de que nada había ocurrido subí al carro para proseguir el viaje.  En ese momento el conductor del taxi “accidentado” me notificó que no podía reemprender la marcha mientras no le pagase  los desperfectos del suyo.  Ante el abuso  respondí que nada había sucedido y en consecuencia seguiría adelante.

 
No había terminado la frase cuando aparecieron otros dos  para solidarizarse con el  accidentado.  Uno  se sitúo adelante del mío,  bajándose  un individuo de unos veinticuatro años, constitución tísica, mediana estatura, ojos acerados y pálido como  una vela de esperma, prototipo del delincuente lombrosiano,  y parándose al lado de la ventanilla de mi esposa  esgrimió  una pistola, la cargó y me espetó. Amigo vamos a arreglar este asunto.

 Solo recuerdo que su cara era la faz de criminal más definida que en mis ya largos años había visto y sus ojos la marca del asesino profesional.  Al ver el conductor  del taxi accidentado la decisión del espontaneo defensor  le manifestó: “ tranquilo que no es para tanto”. Mientras esto sucedía y totalmente estupefactos, al frente nuestro apareció un fornido individuo que vestía chaqueta verde de la policía que encañonaba al pistolero. Al  verlo este dejó caer el arma y el policía se  acercó sigilosamente  sin dejar de apuntarle. Se agachó,  la recogió  y ordenó al  agresor situarse a una distancia prudencial.

 Hechas las indagaciones de rigor el policía salvador concluyó que arregláramos amistosamente, coyuntura que aproveché para preguntar al presunto perjudicado a cuánto aspiraba como compensación por los daños causados, averías  que hasta ese momento no había podido ver. Luego  de buscar encontramos una pequeña fisura en una de las lámparas traseras,  la que indemnicé según el querer del accidentado con  diez mil pesos.

Pagada la indemnización solicité al policía permiso para retirarnos y cuando este accedió emprendí una carrera como pocas veces se ha visto en los contornos, mirando siempre por el espejo retrovisor listo para escapar  cuando la flotilla de taxis emprendiese la persecución.

Afortunadamente   no se dio.

Segundo acto.

Una de las principales recomendaciones  por parte de la policía y de las fuerzas del orden a todos  aquellos que viajan por carretera es la de observar permanentemente el flujo de vehículos en el sentido contrario y si este disminuye en forma ostensible o no se presenta se debe detener el carro   hasta tanto se restablezca,  pues muchas veces es indicio o señal de que kilómetros adelante se están realizando las cobardes  “pescas milagrosas”.

Sin lugar a dudas, Colombia ofrece al viajero los más bellos paisajes y las más diversas estampas campesinas  que país alguno pueda ofrecer.Tal era  nuestra plática cuando cruzábamos raudos los bucólicos paisajes de la región, ignorando las recomendaciones que permanentemente habíamos leído u oído en los  medios de comunicación.


Cómo sería  Colombia si todos nos propusiéramos conseguir la paz  y qué grande el desarrollo económico si pudiésemos  explotar las riquezas sin los problemas de seguridad que casi endémicamente nos aquejan.  Seríamos un país envidiable. El campo se repoblaría, el éxodo de los campesinos a las ciudades se acabaría  e incluso  las ciudades empezarían a decrecer pues la gente volvería otra vez  a sus terruños, ilusión que acompaña a millones de habitantes de los centros urbanos, máxime cuando ya las comunicaciones acercaron a estos centros rurales  y los progresos en salud, educación y vivienda son cada día mayores.

Nacimos signados para devorarnos los unos a los otros.  El  egoísmo y el individualismo nos poseyeron sin esperanza ninguna. Esta y otras eran nuestras reflexiones aparte  de las dedicadas a las bellezas  naturales que son  comunes en las regiones que íbamos cruzando.

Pasada una población,  San José del Nus,  después de superar una pequeña cuesta  encontramos una tractomula orillada  a la vera de la carretera.  Nos pareció cosa rutinaria  a pesar de que no  habíamos encontrado un solo vehículo en sentido contrario al nuestro. 

No habíamos recorrido un kilómetro desde que encontramos la tractomula cuando un niño de unos siete años de edad que llevaba una cantina  de leche  hizo señas para que paráramos, no accedí al pedido pero después de un minuto o dos le dije a mi acompañante  que me había comportado en forma egoísta y devolví  el carro para llevarlo si este lo deseaba.

 Cuando le di alcance  se acercó a la ventanilla de ella  y en voz queda nos  dijo: Devuélvanse que la guerrilla tiene allí adelante un retén y ya incendió  dos tractomulas.

¿Qué hacer? Nuestro desconcierto fue total.  ¿Regresar?  ¿No importaba  que lleváramos tres  horas de camino, que sumadas a las tres de regreso son seis? Hay un inconveniente mayor. Si regresamos para devolvernos por la carretera Medellín--Bogotá, probablemente pasaremos  a las horas en que la guerrilla está asaltando en esa zona. Preguntemos  e investiguemos qué es lo indicado en estos casos.  

Así  lo hicimos y al llegar al sitio donde estaba orillada  la tractomula estacionamos  el carro y nos bajamos a conversar con el conductor de ella.  Frente a nuestra pregunta  que era lo más  prudente, nos dijo:


Quédense aquí porque si se regresan se encontrarán con otro retén.  Estamos entrampados. Lo mejor es esperar.  Mi experiencia me lo dice pues no es esta la única vez que me ha tocado afrontar esas situaciones.  

Seguimos el consejo de “Macho”  como él mismo dijo que le llamaban     y  nos sentamos a esperar el desenlace de los acontecimientos. Pasados 


unos treinta minutos  apareció un taxi que venía de la dirección en que estaba operando el reten.  Le hice señas  que parara y  pregunté al conductor si ya se podía pasar.  Respondió que sí.  


Me dirigí al lugar de los acontecimientos. La gente a lado y lado de la vía y una tractomula atravesada impidiendo el paso  en ambas direcciones. La guerrilla le había prendido fuego y ya este empezaba a extinguirse.  Consideré entonces  prudente, regresar a la base inicial a esperar a que se autorizara el paso y al llegar a ella vi que una larga columna de hombres armados bajaba de la montaña,  vestidos de camuflado, portando armas  de grueso calibre.   Al vernos empezaron a hacer  señas para que nos acercáramos.   Aterrados nos devolvimos  sin medir las consecuencias,  a la zona en donde estaba la  incendiada.

Al llegar allí nos invadió el pavor y sin reflexionar  nos  dirigimos   nuevamente a la vieja posición.  Cuando faltaban unos pocas cuadras para alcanzarla apareció una ambulancia y un corpulento hombre de cabeza calva  y brillante, camiseta sin mangas y cananas en bandolera, mostacho al estilo mongol,  se asomó por una de las puertas apuntándonos con una enorme ametralladora y nos hizo señas de que paráramos. Frené  e inmediatamente aparecieron por las ventanillas otros individuos, también armados  y vestidos de camuflaje con las armas dirigidas  hacia nosotros.

Para nuestro alivio siguieron en dirección a la incendiada  tractomula y nosotros volvimos nuevamente a donde nuestro amigo Macho.

Allí encontramos  otra tractomula, un campero en el   que se  transportaban varios hombres y un automóvil con otros tres. Intercambiadas las impresiones de rigor  y a medida que los ánimos se fueron serenando se inició  el diálogo  y las preguntas obvias a quienes según su apariencia  eran personas de la región. 
Todos los  pasajeros del campero estaban armados y uno de ellos,  el jefe según nuestro parecer, nos preguntó si nos habían detenido en el retén que según Macho habían montado en la vía que ya nosotros habíamos recorrido.


No. Le contestamos. ¿ Y a Uds.?


Sí. Respondieron. 


¿Y cómo lograron pasar las armas?  Pregunté.


Nosotros no tenemos problemas porque somos de la región. 


Nuestro diálogo continuaba, cuando apareció un bus pequeño repleto de hombres armados y con la misma vestimenta de los que inicialmente nos hacían señas y a continuación  una columna más o menos de cien uniformados; la mayoría jóvenes, mulatos,  también vestidos de camuflado. Alrededor de sus  sienes o en la cabeza  llevaban vinchas  o pañuelos de  colores. Todos bien  armados. Siguieron hacia el sitio en donde se encontraba la tractomula incendiada, igual  los individuos del campero. Quedamos solo  los tres del automóvil, macho, el chofer de la otra  y nosotros.

No se  sabía quién estaba más asustado. Tampoco se opinaba sobre los hombres armados. A los pocos minutos se oyeron disparos causando gran consternación.  Se nos informó que eran de advertencia para que la gente que estaba al lado de la vía se apartara y dejara despejar la carretera.

Llenos de valor nos fuimos acercando al lugar  de los hechos y en un momento determinado uno de los ocupantes del campero me hizo señas para que pasara por un  pequeño espacio que habían despejado.

Así lo hice y reanudamos nuestro viaje.  A las pocas cuadras encontramos al campero y decidimos seguir detrás de ellos. Al vernos   hicieron  un signo de aprobación con los dedos. Seguimos entonces tras  nuestros protectores  hasta que al llegar al  sitio donde se cruzan varios caminos apareció una patrulla del ejército ordenándonos parar.

 

El comandante se presentó y  preguntó si habíamos visto algo anormal.


Respondí que no.


         Contrainterrogó.


--¿Acaso no vio Ud. una tractomula quemada?


       -- Sí oficial y dicen que hay otra.


--¿No vieron tampoco muertos?


-- No señor, dicen que mataron dos muchachos pero nosotros con el susto  no nos dimos cuenta de nada.


--Pero si estaban al lado de la vía. 


--¿Que más vieron?


 --Vimos  mucho ejército, eran como ciento cincuenta hombres.


Eso es imposible..  Nosotros no nos hemos movido de aquí y por allá no hay patrullas.


--Yo no sé quiénes eran, solo sé que eran muchos.


--¿Cómo vestían?


 Le expliqué.


Pregunto. ¿Llevaban esta insignia?


 Respondí que por el susto no me fijé en nada.


Sé que lo pensó y así fue. Pobre tontarrón. Siga y rápido y cuídense que esto por aquí es muy peligroso. Y se los lleva el coco.

Adelante  esperaban  nuestros amigos del campero, para  interrogarnos  sobre la conversación sostenida con el militar. Les comentamos  todo a excepción de los paramilitares. Ante esto, sonriendo dijeron. Olvidamos advertirles que no mencionaran las autodefensas. Lo hicieron  muy bien. Nos despedimos entonces de los jefes   porque así lo demostraron y continuamos ahora sí, sin preocupaciones de asaltos.

Cuadro tercero

No habían transcurrido dos horas del último incidente y cuando ya  avanzábamos por la carretera  de  la Paz, que une a Bogotá con la Costa


Atlántica,  en la mitad de la vía vimos a un muchacho   que arrodillado y con las  manos unidas en forma suplicante  imploraba a los viajeros que le ayudasen.


Después de las experiencias que habíamos tenido pocas ganas nos


quedaban de recoger desconocidos máxime en región tan peligrosa por lo que resolvimos no darnos por enterados.


Pasados unos metros y al unísono resolvimos que era nuestro deber ayudar al que nos estaba pidiendo auxilio y regresamos para ofrecerle  ayuda.


El muchacho de unos dieciséis años  nos rogó le ayudásemos  porque lo estaban persiguiendo para matarlo. Se subió al carro y nos contó esta historia.

Me llamo Hernando, soy de Cali y vengo de Barranquilla de visitar a un hermano. Mis padres gente pobre me regalaron de traído del niño una bicicleta en la cual me fui para Barranquilla.

A mi regreso solicité al  conductor de un camión que me trajera hasta Bogotá.  Accedió y junto con otro muchacho costeño que también quería venirse   nos acomodó en la parte trasera del camión. Después de varias horas de viaje se detuvo en uno de los estaderos que hay cerca de aquí y nos invitó a tomar un refresco. Bajamos y de repente vimos que  el camión se alejaba sin avisarnos, llevándose la bicicleta.  Desesperado empecé a buscar quién me ayudara a alcanzar al ladrón pero nadie quiso.

Mientras esto sucedía el compañero de viaje echó mano de la  bicicleta de un cliente del estadero y se dio a la fuga. Inmediatamente un jeep Susuki rojo salió en su persecución. Lo cazaron  y regresaron por mí. 

Alguien se apiadó y dijo que el responsable era el otro muchacho y no yo.  Dijeron que  lo iban a matar, le cubrieron   la cabeza con un trapo rojo y se  internaron por un camino de penetración. Luego venimos por Ud.


Me di a la fuga y ya  llevo varios kilómetros corriendo. Por favor ayúdenme a recuperar la bici.


Salimos en persecución del ladrón y como a unas dos horas lo alcanzamos en puerto Boyacá.


Hernando. Hasta aquí lo ayudamos. Hemos tenido unas experiencias muy intensas y ya nuestro valor que no es muy grande no da para más. Esa es nuestra Colombia, Lili. 

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