No recuerdo claramente el día que decidimos viajar a Medellín. Recuerdo si que fue una mañana soleada cuando emprendimos nuestro viaje terrestre desde la capital. Cuando se viaja en automóvil dentro de Colombia, aparte de las sorpresas que brinda el paisaje, el viajero experimentado sabe de las no escasas posibilidades de afrontar emociones mayores. Nosotros lo sabíamos pero como hasta el momento nada nos había ocurrido deberíamos pensar que nada nos sucedería. Así pensamos los colombianos y así seguimos pensando. Lo malo le pasa a nuestro vecino.
El paisaje de la llamada “autopista” Bogotá-Medellín es en verdad arrobador. Se baja de la fría altiplanicie por entre bosques de diferentes especies y potreros en donde pastan hatos de vacas y novillos de distintas razas. Se termina de bajar y empieza luego una empinada carretera de endemoniadas curvas y de un paisaje tanto o más atractivo que el que dejamos, para llegar a las riberas del río Magdalena, arteria fluvial por excelencia. Cuadros de tierra fría, tierra templada y tierra ardiente nos acompañan alternativamente. Es en verdad un paisaje ensoñador. En las orillas de la carretera se encuentran pintorescos expendios de frutas y a medida que se desciende va aumentando su variedad. Desde la salida de Bogotá hasta la llegada a Medellín la naturaleza nos regala sus más lindos cuadros. Sin embargo detrás de un barranco o de un recodo del camino se encuentra agazapado el peor enemigo que haya tenido Colombia en su corta historia de republicanismo.
El viaje se hace más emotivo por la tensión de que en la próxima curva encontraremos el retén que llevará a cabo la mal llamada “pesca milagrosa” y que seremos de aquellos que su atarraya cubrirá para pedir, después de un silencio sádico, el cuantioso rescate que de acuerdo con su tasación, puede valer el atarrayado. Ello se mide según la figura de la persona caída en la red, a la marca del automóvil y a los datos que sus cómplices les han suministrado. Datos sacados de los bancos y de la administración de impuestos. Es fundamental desconocer los pasivos. No importa que tenga o no dinero:
Tiene que tener.
Para nuestra fortuna el viaje transcurrió sin novedades, fuera de la fatiga natural por las ocho horas pasadas dentro del automóvil.
Llegado el día del regreso y siguiendo los consejos de algunos de los recientes viajeros, decidimos devolvernos por una de las más bellas regiones del departamento de Antioquia, la carretera a Puerto Berrio, también conocida como paralela al ferrocarril.
La prudencia y distintas informaciones nos indicaron que lo correcto era partir pasadas las seis de la mañana, puesto que la “guerrilla” usualmente despliega sus retenes a tempranas horas y nosotros estaríamos pasando entre las diez y once por la región donde los llevan a cabo.
El viaje se realizó de acuerdo con lo advertido, llegando a la población de Bello, famosa por sus bandas criminales y sicariales, pasadas las siete.
Todo sucedió así.
Primer acto.
Al tratar de pasar un viejo automóvil que se había detenido por el temor de su conductor a desbaratarlo en uno de los múltiples huecos que tiene la carretera me vi obligado a virar a la derecha, e inmediatamente oí detrás de mí el frenazo de otro y ruido de latas. Me detuve a indagar sobre lo sucedido y cuantificar los daños sufridos. Hecho el chequeo de rigor y en vista de que nada había ocurrido subí al carro para proseguir el viaje. En ese momento el conductor del taxi “accidentado” me notificó que no podía reemprender la marcha mientras no le pagase los desperfectos del suyo. Ante el abuso respondí que nada había sucedido y en consecuencia seguiría adelante.
No había terminado la frase cuando aparecieron otros dos para solidarizarse con el accidentado. Uno se sitúo adelante del mío, bajándose un individuo de unos veinticuatro años, constitución tísica, mediana estatura, ojos acerados y pálido como una vela de esperma, prototipo del delincuente lombrosiano, y parándose al lado de la ventanilla de mi esposa esgrimió una pistola, la cargó y me espetó. Amigo vamos a arreglar este asunto.
Solo recuerdo que su cara era la faz de criminal más definida que en mis ya largos años había visto y sus ojos la marca del asesino profesional. Al ver el conductor del taxi accidentado la decisión del espontaneo defensor le manifestó: “ tranquilo que no es para tanto”. Mientras esto sucedía y totalmente estupefactos, al frente nuestro apareció un fornido individuo que vestía chaqueta verde de la policía que encañonaba al pistolero. Al verlo este dejó caer el arma y el policía se acercó sigilosamente sin dejar de apuntarle. Se agachó, la recogió y ordenó al agresor situarse a una distancia prudencial.
Hechas las indagaciones de rigor el policía salvador concluyó que arregláramos amistosamente, coyuntura que aproveché para preguntar al presunto perjudicado a cuánto aspiraba como compensación por los daños causados, averías que hasta ese momento no había podido ver. Luego de buscar encontramos una pequeña fisura en una de las lámparas traseras, la que indemnicé según el querer del accidentado con diez mil pesos.
Pagada la indemnización solicité al policía permiso para retirarnos y cuando este accedió emprendí una carrera como pocas veces se ha visto en los contornos, mirando siempre por el espejo retrovisor listo para escapar cuando la flotilla de taxis emprendiese la persecución.
Afortunadamente no se dio.
Segundo acto.
Una de las principales recomendaciones por parte de la policía y de las fuerzas del orden a todos aquellos que viajan por carretera es la de observar permanentemente el flujo de vehículos en el sentido contrario y si este disminuye en forma ostensible o no se presenta se debe detener el carro hasta tanto se restablezca, pues muchas veces es indicio o señal de que kilómetros adelante se están realizando las cobardes “pescas milagrosas”.
Sin lugar a dudas, Colombia ofrece al viajero los más bellos paisajes y las más diversas estampas campesinas que país alguno pueda ofrecer.Tal era nuestra plática cuando cruzábamos raudos los bucólicos paisajes de la región, ignorando las recomendaciones que permanentemente habíamos leído u oído en los medios de comunicación.
Cómo sería Colombia si todos nos propusiéramos conseguir la paz y qué grande el desarrollo económico si pudiésemos explotar las riquezas sin los problemas de seguridad que casi endémicamente nos aquejan. Seríamos un país envidiable. El campo se repoblaría, el éxodo de los campesinos a las ciudades se acabaría e incluso las ciudades empezarían a decrecer pues la gente volvería otra vez a sus terruños, ilusión que acompaña a millones de habitantes de los centros urbanos, máxime cuando ya las comunicaciones acercaron a estos centros rurales y los progresos en salud, educación y vivienda son cada día mayores.
Nacimos signados para devorarnos los unos a los otros. El egoísmo y el individualismo nos poseyeron sin esperanza ninguna. Esta y otras eran nuestras reflexiones aparte de las dedicadas a las bellezas naturales que son comunes en las regiones que íbamos cruzando.
Pasada una población, San José del Nus, después de superar una pequeña cuesta encontramos una tractomula orillada a la vera de la carretera. Nos pareció cosa rutinaria a pesar de que no habíamos encontrado un solo vehículo en sentido contrario al nuestro.
No habíamos recorrido un kilómetro desde que encontramos la tractomula cuando un niño de unos siete años de edad que llevaba una cantina de leche hizo señas para que paráramos, no accedí al pedido pero después de un minuto o dos le dije a mi acompañante que me había comportado en forma egoísta y devolví el carro para llevarlo si este lo deseaba.
Cuando le di alcance se acercó a la ventanilla de ella y en voz queda nos dijo: Devuélvanse que la guerrilla tiene allí adelante un retén y ya incendió dos tractomulas.
¿Qué hacer? Nuestro desconcierto fue total. ¿Regresar? ¿No importaba que lleváramos tres horas de camino, que sumadas a las tres de regreso son seis? Hay un inconveniente mayor. Si regresamos para devolvernos por la carretera Medellín--Bogotá, probablemente pasaremos a las horas en que la guerrilla está asaltando en esa zona. Preguntemos e investiguemos qué es lo indicado en estos casos.
Así lo hicimos y al llegar al sitio donde estaba orillada la tractomula estacionamos el carro y nos bajamos a conversar con el conductor de ella. Frente a nuestra pregunta que era lo más prudente, nos dijo:
Quédense aquí porque si se regresan se encontrarán con otro retén. Estamos entrampados. Lo mejor es esperar. Mi experiencia me lo dice pues no es esta la única vez que me ha tocado afrontar esas situaciones.
Seguimos el consejo de “Macho” como él mismo dijo que le llamaban y nos sentamos a esperar el desenlace de los acontecimientos. Pasados
unos treinta minutos apareció un taxi que venía de la dirección en que estaba operando el reten. Le hice señas que parara y pregunté al conductor si ya se podía pasar. Respondió que sí.
Me dirigí al lugar de los acontecimientos. La gente a lado y lado de la vía y una tractomula atravesada impidiendo el paso en ambas direcciones. La guerrilla le había prendido fuego y ya este empezaba a extinguirse. Consideré entonces prudente, regresar a la base inicial a esperar a que se autorizara el paso y al llegar a ella vi que una larga columna de hombres armados bajaba de la montaña, vestidos de camuflado, portando armas de grueso calibre. Al vernos empezaron a hacer señas para que nos acercáramos. Aterrados nos devolvimos sin medir las consecuencias, a la zona en donde estaba la incendiada.
Al llegar allí nos invadió el pavor y sin reflexionar nos dirigimos nuevamente a la vieja posición. Cuando faltaban unos pocas cuadras para alcanzarla apareció una ambulancia y un corpulento hombre de cabeza calva y brillante, camiseta sin mangas y cananas en bandolera, mostacho al estilo mongol, se asomó por una de las puertas apuntándonos con una enorme ametralladora y nos hizo señas de que paráramos. Frené e inmediatamente aparecieron por las ventanillas otros individuos, también armados y vestidos de camuflaje con las armas dirigidas hacia nosotros.
Para nuestro alivio siguieron en dirección a la incendiada tractomula y nosotros volvimos nuevamente a donde nuestro amigo Macho.
Allí encontramos otra tractomula, un campero en el que se transportaban varios hombres y un automóvil con otros tres. Intercambiadas las impresiones de rigor y a medida que los ánimos se fueron serenando se inició el diálogo y las preguntas obvias a quienes según su apariencia eran personas de la región.
Todos los pasajeros del campero estaban armados y uno de ellos, el jefe según nuestro parecer, nos preguntó si nos habían detenido en el retén que según Macho habían montado en la vía que ya nosotros habíamos recorrido.
No. Le contestamos. ¿ Y a Uds.?
Sí. Respondieron.
¿Y cómo lograron pasar las armas? Pregunté.
Nosotros no tenemos problemas porque somos de la región.
Nuestro diálogo continuaba, cuando apareció un bus pequeño repleto de hombres armados y con la misma vestimenta de los que inicialmente nos hacían señas y a continuación una columna más o menos de cien uniformados; la mayoría jóvenes, mulatos, también vestidos de camuflado. Alrededor de sus sienes o en la cabeza llevaban vinchas o pañuelos de colores. Todos bien armados. Siguieron hacia el sitio en donde se encontraba la tractomula incendiada, igual los individuos del campero. Quedamos solo los tres del automóvil, macho, el chofer de la otra y nosotros.
No se sabía quién estaba más asustado. Tampoco se opinaba sobre los hombres armados. A los pocos minutos se oyeron disparos causando gran consternación. Se nos informó que eran de advertencia para que la gente que estaba al lado de la vía se apartara y dejara despejar la carretera.
Llenos de valor nos fuimos acercando al lugar de los hechos y en un momento determinado uno de los ocupantes del campero me hizo señas para que pasara por un pequeño espacio que habían despejado.
Así lo hice y reanudamos nuestro viaje. A las pocas cuadras encontramos al campero y decidimos seguir detrás de ellos. Al vernos hicieron un signo de aprobación con los dedos. Seguimos entonces tras nuestros protectores hasta que al llegar al sitio donde se cruzan varios caminos apareció una patrulla del ejército ordenándonos parar.
El comandante se presentó y preguntó si habíamos visto algo anormal.
Respondí que no.
Contrainterrogó.
--¿Acaso no vio Ud. una tractomula quemada?
-- Sí oficial y dicen que hay otra.
--¿No vieron tampoco muertos?
-- No señor, dicen que mataron dos muchachos pero nosotros con el susto no nos dimos cuenta de nada.
--Pero si estaban al lado de la vía.
--¿Que más vieron?
--Vimos mucho ejército, eran como ciento cincuenta hombres.
Eso es imposible.. Nosotros no nos hemos movido de aquí y por allá no hay patrullas.
--Yo no sé quiénes eran, solo sé que eran muchos.
--¿Cómo vestían?
Le expliqué.
Pregunto. ¿Llevaban esta insignia?
Respondí que por el susto no me fijé en nada.
Sé que lo pensó y así fue. Pobre tontarrón. Siga y rápido y cuídense que esto por aquí es muy peligroso. Y se los lleva el coco.
Adelante esperaban nuestros amigos del campero, para interrogarnos sobre la conversación sostenida con el militar. Les comentamos todo a excepción de los paramilitares. Ante esto, sonriendo dijeron. Olvidamos advertirles que no mencionaran las autodefensas. Lo hicieron muy bien. Nos despedimos entonces de los jefes porque así lo demostraron y continuamos ahora sí, sin preocupaciones de asaltos.
Cuadro tercero
No habían transcurrido dos horas del último incidente y cuando ya avanzábamos por la carretera de la Paz, que une a Bogotá con la Costa
Atlántica, en la mitad de la vía vimos a un muchacho que arrodillado y con las manos unidas en forma suplicante imploraba a los viajeros que le ayudasen.
Después de las experiencias que habíamos tenido pocas ganas nos
quedaban de recoger desconocidos máxime en región tan peligrosa por lo que resolvimos no darnos por enterados.
Pasados unos metros y al unísono resolvimos que era nuestro deber ayudar al que nos estaba pidiendo auxilio y regresamos para ofrecerle ayuda.
El muchacho de unos dieciséis años nos rogó le ayudásemos porque lo estaban persiguiendo para matarlo. Se subió al carro y nos contó esta historia.
Me llamo Hernando, soy de Cali y vengo de Barranquilla de visitar a un hermano. Mis padres gente pobre me regalaron de traído del niño una bicicleta en la cual me fui para Barranquilla.
A mi regreso solicité al conductor de un camión que me trajera hasta Bogotá. Accedió y junto con otro muchacho costeño que también quería venirse nos acomodó en la parte trasera del camión. Después de varias horas de viaje se detuvo en uno de los estaderos que hay cerca de aquí y nos invitó a tomar un refresco. Bajamos y de repente vimos que el camión se alejaba sin avisarnos, llevándose la bicicleta. Desesperado empecé a buscar quién me ayudara a alcanzar al ladrón pero nadie quiso.
Mientras esto sucedía el compañero de viaje echó mano de la bicicleta de un cliente del estadero y se dio a la fuga. Inmediatamente un jeep Susuki rojo salió en su persecución. Lo cazaron y regresaron por mí.
Alguien se apiadó y dijo que el responsable era el otro muchacho y no yo. Dijeron que lo iban a matar, le cubrieron la cabeza con un trapo rojo y se internaron por un camino de penetración. Luego venimos por Ud.
Me di a la fuga y ya llevo varios kilómetros corriendo. Por favor ayúdenme a recuperar la bici.
Salimos en persecución del ladrón y como a unas dos horas lo alcanzamos en puerto Boyacá.
Hernando. Hasta aquí lo ayudamos. Hemos tenido unas experiencias muy intensas y ya nuestro valor que no es muy grande no da para más. Esa es nuestra Colombia, Lili.
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