Ante tu insistencia voy a contarte la historia de la vieja educación antioqueña así:
BUSCANDO EN EL BAUL DE LOS RECUERDOS
NUESTRA TEMPRANA Educación
Siempre recuerdo los consejos que a diario nos daban papá y mamá. Les preocupaba sobremanera el que la lucha por la vida nos cogiera desprotegidos y sin las armas morales para poder resistir la avalancha de tentaciones que sin duda se nos presentarían en el curso de ella. Su mayor hincapié lo fincaban en la escogencia de los amigos. La gente buena tiende a relacionarse con gente de su misma condición e igual pasa con los malos. Un mal amigo es cómo la manzana podrida, corrompe a las demás. Rehuyan a quiénes no sean de su altura moral. Si los aceptan terminarán untándose de su podredumbre. Qué verdad tan contundente. En cuanto al trabajo, mis papás no escatimaban momento para predicarnos que éste dignificaba al hombre…... Así es y así tiene que ser.
Cómo verán todo esto es en Antioquia, semillero de dirigentes y empresarios que siempre se han destacado en el manejo de la cosa pública y en el sector privado. Ello no quiere decir que no se repita en otras partes del país.
Pero yo hablo por lo que conozco. Porque nuestra educación recayó en las madres, mientras los padres se dedicaban a buscar el sustento para sus hogares.
Era la perfecta división del trabajo. La madre, a más de los temas de la educación, era la administradora del hogar. Sus orientaciones que eran mutuas jamás se ponían en duda. Los principios éticos y morales que se nos predicaban eran los mismos de toda la región antioqueña y estaban acompañados por el buen ejemplo. Nunca permitieron que a nuestra casa entrase alguien cuestionado moral o éticamente, y mucho menos con fama de delíncuente. Se decía y se hacía. Nunca se objetó una orden o prédica de alguno de los dos. El doble mensaje no existió. Era el trabajo en equipo, por excelencia.
Yo recuerdo aún con gran emoción, cómo mamá, debido a esa división del trabajo, dedicó toda su vida a forjar el futuro de nosotros.
En mi caso, la recuerdo cuándo parada en el portón de la casa, esa inmensa casa que quedaba en la calle Pascacio Uribe entre Bomboná y Ayacucho, a que yo llegara del colegio. En ese momento no se había empezado a dañar el país y los niños iban solos a la escuela y regresaban en idéntica forma. Inmediatamente empezaba el interrogatorio: ¿Cómo te fue? ¿Con quién jugaste? ¿Con quién peleaste? ¿Cuántos regaños te dieron? ¿Qué tareas te pusieron? En fin, todo aquello que crea esa solidaridad irrompible entre la madre y el hijo, aparte de la que le inculcó en su vientre durante los nueve meses de gestación. Pasado el primer examen enseguida me servía “el algo”, forma antioqueña de llamar las bogotanas “onces.” Yo devoraba con fruición los ricos manjares que con sus propias manos fabricaba para su Jamito, los que aún añoro y llamo manjares edípicos.
Tiempo de seguir jugando, pues aún el niño está muy cansado del arduo trabajo en el colegio. Pasado un lapso prudencial, tiempo de estudiar, con su supervisión permanente. Culminadas las tareas, salida a jugar a la calle y a las siete de la noche comida. Sentados en la mesa, la que presidía papá y en el frente mi. Cada uno peleaba por estar al lado de la y ese privilegio era para el menor. Sin embargo, se rompió conmigo pues jamás quise ceder mi puesto. A Juan Guillermo y Juan David, quiénes me siguieron, les tocó sentarse al otro lado de la mesa. Nadie osó jamás disputarme ese derecho, además, porque sentía la sombra protectora de mí y porque amenazaba con “secarme”, obra teatral que logré representar a la perfección. Consistía en que si se me negaba el pedido sobre cualquier banalidad de inmediato empezaba a ponerme morado, como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía. Sólo regresaba de la “secada” cuándo se accedía a mi capricho. Pero todo tiene su fin, y un día estando en San Pablo, durante unas vacaciones, llega un primo de papá y cómo no se me concedió el antojo solicitado me “ sequé ” y dijo él primo: tengo la cura. Me empelotó y me metió en un baño de inmersión, con el agua a temperatura de congelamiento, luego me sacó y sin compasión me dio unas nalgadas y, santo remedio. Así se acabó mi precoz forma de negociar.
Pero el demonio no desampara a sus criaturas y cuándo ya estaba en edad de merecer, léase castigarme, encontré una fórmula salvadora. Cuándo papá me estaba esperando detrás del portón de la casa para darme unos correazos por alguna pilatuna que ya había trascendido hasta él, empezaba a gritar: ¡socorro que me matan! ¡Socorro que me matan! Él inmediatamente suspendía el castigo material a instancias de mí, pues el dueño y vecino de la casa era un viejo loco y avaro, lo mismo que Doña Martina su esposa, y mamá les tenía pavor.
Terminada la comida se rezaban las oraciones de rigor. Familia que reza unida permanece unida, era el dicho de la época y a dormir.
Al otro día la misma rutina y con el pasar del tiempo la adolescencia y la madurez. La adolescencia, cómo la de ustedes, también fue época de conflictos, pero a decir verdad no con el mismo ímpetu.
La forma cómo lograba desquiciar a mí era diciéndole que no volvería a estudiar y que me largaría de la casa. Inmediatamente mamá religiosa cómo pocas, entraba en la etapa mística y empezaba a solicitar a todos los santos y a la corte celestial que le hiciesen el milagrito de que yo terminara bachillerato. Ella, y nunca lo supo, no sé si por tomarme el pelo o por ingenuidad, lo comentaba en la casa a voz en cuello y yo, al oírla, espetaba el despropósito de que olvidara que le iban a hacer el milagro porque yo era ateo y había hecho un pacto con el diablo.
Ese tira y encoge o guerra de la cruz y el diablo, duró casi hasta la terminación de mi bachillerato, cuándo al fin, delante de todos mis amigos y profesores en la fiesta de grado, dijo con el mayor desparpajo: “He ave maría pues, cómo nos costó a Pío XII y a mí terminar ese bachillerato. "No quiero imaginar lo que me va a tocar rezar para que termine la carrera”. Sonrío picaronamente y volteo el rostro hacía otro lado.
¿Qué me quedó de sus sabias y dulces enseñanzas? Lo que soy.
No adores el dinero; el codicioso es vanidoso y el vanidoso es egoísta. No tiene límites en su comportamiento quién es codicioso, sólo vive para él, existe sólo para él y nadie antes de él.
Entre sus legados merece significarse el del Asilo Santa Ana. Uds. lo deben recordar. Es el asilo de ancianos al que le dedicó los años que le quedaron libres después de la educación de sus seis hijos. El dolor de su partida se manifestó en las lágrimas que sus viejitos, cómo ella los llamaba, vertieron el día de sus exequias en la catedral de Rionegro. No recuerdo vívidamente los detalles, pero puedo asegurarles que su partida ha sido una de las más sentidas que me haya tocado presenciar.
Fue el sentimiento de pesar sin fingimientos a quién, sin que lo divulgara, supo alegrar el corazón de aquellos más necesitados, y quién más necesitado que un anciano, pobre y abandonado.
Siempre luchó papá por buscar una independencia económica.
Con los Ospina Pérez, hermanos de un ex-presidente de la República, montaron una fábrica de abonos. Olía a mil demonios. La materia prima eran animales muertos a causa de accidentes o por enfermedades que hacían imposible su consumo, los que introducían en calderas y luego de cocinados se molían en molinos de martillo, junto con grandes cantidades de huesos conseguidos en el matadero de la ciudad. Con ello fabricaban un abono llamado nitrofosca. Luis Fernando y yo solíamos ir a trabajar en los días que teníamos asuetos. El nombre nitrofosca dio lugar a un dicho que se popularizó entre los agricultores que era el que cuándo se veía una persona rozagante y de gran tamaño se exclamaba, parece sembrada con nitrofosca.
La fábrica nos patrocinó un equipo de fútbol llamado Los Incas, cuyo capitán era yo y que dentro de los anales del deporte colombiano dejó fama por ser el único que jamás ganó un partido. Sin embargo, su capitán lo defendía y con acerbia sostenía que era el mejor equipo que existía. Lo cierto del caso fue que estrenamos uniformes y zapatos de fútbol con carramplones que prácticamente eran desconocidos en el Medellín de la época. Mis compañeros y yo para demostrar el orgullo deportivo nos aparecimos de uniforme al colegio causando la envidia de nuestros condiscípulos y el estupor de los maestros. En las horas de la tarde y ya de regreso a la casa casi no me convence mi mamá para que me dejara desvestir y quitar los zapatos para irme a la cama.
Ese colegio se llamaba el Gimnasio Medellín y era, junto con el Ateneo Antioqueño, el lugar en dónde se educaba lo mejor de la sociedad.
Ya Luis Fernando y yo llevábamos dos años allí. El primero lo pasamos cómo internos debido a que papá tuvo un descalabro económico y fue necesario que Yolanda y Lía se fueran a vivir con mi abuelita Concha, Coquita le decíamos, persona bondadosa y buena cómo pocas, y ellos se fueron a la pensión de una señora amiga, de apellido Pardo.
Mi abuela Concha
Fue Coquita, cómo cariñosamente la llamábamos sus nietos, un ser todo bondad. Mis recuerdos son los de ella sentada al lado de un enorme radio marca Zenit el cual conserva Juan David, oyendo radionovelas. Desde la muerte de su marido, Papá Payo, nunca volvió a vestir ropa que no fuera de luto o medio luto. Sólo recuerdo haber visto al abuelo una sola vez pues murió estando yo muy niño. Entre fumar calillas, unos tabaquitos del tamaño de los cigarrillos y tejer carpetas en crochet, gastaba la mayoría de su tiempo.
Su programa favorito era “Coltejer toca a su puerta”. En el que se repartían premios al dueño de la casa que un transmóvil que recorría la ciudad escogiera. Para ser beneficiario del premio había que repetir un santo y seña que permanentemente estaban recordando en el programa. “ Dril Armada dura más pues no se acaba jamás”. Aún no conocíamos los jeans.
Coquita mantenía la cantaleta que los del transmóvil nunca tocaban a la puerta pues ella llevaba varios meses oyéndolo y nunca lo habían hecho en la suya.
Con ella vivía Tulio, su hijo, un tarambana que no quiso estudiar y lo acabó el licor. Murió joven después de haberse bebido todo lo que heredó. Se financiaba sacándole a la abuela las cosas de valor. Creo, el más valioso era un cuadro colonial de San Isidro Labrador. Entre las muchas cosas que heredó fueron las tierras del Angostado, finca que con el pasar de los años compró el más famoso mafioso de Colombia dónde construyó su bunker mansión.
Tulio acostumbraba llegar entre las siete y las ocho de la noche en un estado lamentable. Sus compañeros de farra, un boticario de quién se decía era morfinómano y practicaba abortos en la trastienda de la farmacia, un contador que dedicaba mucho de su tiempo en comunicarse con los espíritus y Virivincho, Don Viri, para sus amigotes, un empleado de una fábrica de paños propiedad de sus parientes que lo toleraban para que no acabase su matrimonio con esa santa cómo decían las señoras de la cuadra y con la que tenía tres pequeños hijos. Se reunían en la tienda de la esquina al caer de la tarde alrededor de una destartalada mesa de madera, que el tendero usaba para algunos menesteres cómo los de empacar con una gran cuchara de cacho en paquetes de una libra, el arroz y la sal que le llegaba en bultos. Su cháchara giraba inicialmente acerca de la política, de la que se creían profundamente conocedores. Cada día tumbaban al Gobernador o al Alcalde e inclusive al Presidente.
Se daban ínfulas de conocer asuntos confidenciales “que si salieran a la luz pública el gobierno tambalearía”. Cuándo los humos del alcohol se les subían a la cabeza la conversación, que había comenzado en los mejores términos, se iba caldeando, aunque nunca llegaban a agredirse físicamente. Súbito Virivincho clavaba la cabeza y se trasladaba a otra dimensión, mientras sus contertulios seguían enfrascados en las ininteligibles discusiones políticas. De repente Virivincho se levantaba de la mesa, se tomaba un aguardiente doble y pronunciaba estas fatales palabras. Hoy si voy a acabar con esa hijueputa. Se calaba el sombrero y haciendo eses llegaba a su casa, medianera a la de mi abuela, dando fuertes porrazos al portón, pidiendo le abrieran, o es que me van a dejar en la calle, desagradecidos. Trabajo desde el amanecer hasta el anochecer, y este es el pago que me dan. Su esposa para evitar el escándalo y la vergüenza en el vecindario abría la puerta e inmediatamente Virivincho la atacaba, expresando los peores vocablos. Pasado el tiempo la calle se llenaba de silencio de nuevo. Al otro día al caer la tarde, se repetía el ritual de la tienda, y sus amigos cuándo empezaban a calentar motores, le sacaban a relucir su vil comportamiento. Virivincho cari acontecido y lleno de vergüenza, juraba que jamás volvería a agredir a su mujer, toda una dama, ni de palabra ni obra. Mañana cuándo me paguen la quincena le voy a comprar un bonito regalo para que se convenza de lo mucho que la quiero. Todos aplaudían su nobleza. Tomémonos el de pirnos empezaban los comensales a decir, pues ya se estaba haciendo tarde y Virivincho, renuente a la oferta. Luego de que las súplicas de sus compañeros erosionaban su débil voluntad Virivincho aceptaba uno doble con la condición de que sería el último. Las ofertas seguían y la voluntad flaqueaba. Después cuándo ya se sentía engallado volvía a clavar la cabeza sosteniéndola con la palma de su mano derecha y empezaba a alejarse de la realidad. De repente levantaba la cabeza y palmoteando con su mano encima de la mesa, volvía nuevamente a pronunciar la fórmula sacramental. Esa malparida me las va a pagar todas hoy
Se paraba sin despedirse de sus amigotes para repetir la misma historia de todos los días..
Cómo yo tenía que acompañar a mi abuela en esos días, recuerdo a mi tío golpeando en la puerta y cantando con voz aguardentosa: “Coltejer toca a su puerta y la toca bien tocada, aunque mi madre diga que no la toca bien tocada”. No pasaron muchos meses antes de su muerte dejando una viuda y un hijo. Ya para la época que comento se habían separado.
Al poco tiempo se fue la viejita del alma pura y corazón sin límites. Mi alma se vistió de luto pues además de ser ella uno de los seres que más amaba, era la primera muerte cercana que me tocaba.
En el internado
El internado para un muchacho de seis o siete años es un sitio peor que la cárcel, máxime con el apego que tenía por mí, pero la suerte me acompañó y la directora del Kinder, Doña Graciela esposa del director del colegio, se encariñó inmensamente conmigo y se convirtió en mi protectora.
Luis Fernando dormía en un catre al lado mío, y la mayoría del tiempo se aprovechaba de mí por sus condiciones de hermano mayor y por el temor que el menor siente hacía el mayor. El tenía la manía de orinarse en la cama, lo que yo no hacía, y al darse cuenta de ello resolvió a cada mañana cambiarme de catre con él para que Doña Graciela no lo regañara y para no ser el hazmerreír de nuestros compañeros. Noticias cómo esas se extendían cómo un incendio en una estación de gasolina. Por ese supuesto gravísimo pecado, frente a los compañeros se me acarreó el mote del Mion, lo que me acomplejaba hasta querer desaparecer del mundo, pues los muchachos crueles cómo nadie al verme hacían corro en torno de mí, gritándome Mion. A causa de ellas, las Meadas, tampoco podía dejar de bañarme todos los días en agua helada a las seis de la mañana, mientras el vivo de mi hermano disfrutaba del calor dejado por mí en el catre. Al llegar nuevamente al dormitorio arropado con una toalla que más que eso parecía un pañuelo, de las que no secaban tiritando de frío, él asomaba la cabeza por entre las cobijas y empezaba a hacer muecas, pues estaba en la edad en que se muda de dientes y a todo momento quién cruza por ella, tiene que estar moviéndose y haciendo morisquetas. Si dice algo le pego. Y tenía que permanecer callado.
Las más largas esperas de mi vida eran las de los días en que podíamos ir a visitar a nuestros padres. La noche anterior no dormía y antes de que nos autorizaran ya estaba en la puerta dispuesto a viajar. Tenía eso también un aliciente muy especial para mí, y era el que cuándo llegaba a la pensión tenía el encargo de buscar el almuerzo a un restaurante casero, pues en ésta no daban alimentación los sábados y domingos. El almuerzo lo despachaban en unos recipientes llamados porta-comidas, que consistían en cinco o seis platos hondos de peltre en dónde se servia cada uno de los alimentos. En el primero la sopa, luego el arroz, luego la carne, después las frituras y así hasta completar el pedido. Se encajaban entre una U invertida de aluminio quedaba el uno encima del otro finalizando en una agarradera para que el portador la pudiese llevar sin dificultad, y sin peligro de derrames, pues el plato de arriba tapaba al de abajo y así sucesivamente. Cómo del restaurante a la pensión había unas dos cuadras los ratones en ese trayecto se comían las fritas y las tajadas de plátano maduro, a más de uno que otro pedazo de carne, sin que faltara tampoco el dulce, que a veces según el mensajero no lo despachaban. Papá cuándo mamá se molestaba por lo que había hecho, me llenaba de besos. Tista, yo creo que lo mejor que podemos hacer es ponerle una trampa a esos ratoncitos, decía con sonrisa llena de amor.
Mis primeras letras
Mientras pergeño estás cuartillas me llegan a la mente los recuerdos de mis más tempranos años. Aún evoco con nostalgia el día que vestido de pantalón corto azul oscuro, camisa blanca, zapatos de charol, y en la mano una bolsa de tela también azul en que llevaba el delantal hecho especialmente para mí, para ser utilizado durante las clases de arena y barro, llegué al colegio de la señorita María Jesús Jaramillo.
Muchas fueron las lágrimas que derramé por semejante ofensa. Cómo comentarle a mis vecinos de cuadra que estaba en un colegio dónde me sentaban en el mismo salón con niñas. Era la humillación total. Tenía que guardar ese secreto costara lo que costara. Pero la suerte no me acompañó y una niña mayor que yo dos o tres años, en esa época diferencia abismal, cuándo me vio jugando con uno de sus hermanos me dijo, Jaime mañana pasó por su casa para que nos vayamos juntos para el colegio. Su mamá me lo pidió. Quería que me tragara la tierra: del susto me pipisié en el pantalón.
Tenía que ser mujer para ser tan bruta. Qué irían a decir ahora mis amigos. Afortunadamente el gravísimo incidente pasó inadvertido, y mi complejo se superó.
No fue fácil para mí,” un hombre cabal,” tener que compartir el salón de clases con unas niñas chillonas. Los niños no nos mezclábamos con niñas, y no se debía olvidar que “hombres y mujeres juntos huelen a difunto”. Por principio nunca aceptábamos a las niñas en nuestros juegos. El que las aceptaba era un mariquita al que le gustaba jugar con muñecas.
Para el único juego que yo las aceptaba era el del médico. Ellas eran las pacientes y yo cómo todo un serio galeno las examinaba. La primera orden era que se bajaran los calzones y luego el examen. Las prácticas iniciales las realicé detrás de las puertas de los cuartos de la casa, desnudo de la cintura hacía abajo y calzando los zapatos de tacones altos de mamá. La profesión me empezó a gustar pero las madres de mis pacientes les prohibieron volver a verme al ver que el médico había tomado tan en serio su profesión que se pasaba todo el tiempo invitándolas. Era la paradoja total. Jaime no acepta ni a diez metros ninguna de las niñas, y ahora las busca todo el tiempo.
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En ese primer colegio me ocurrió el primero de los subsiguientes fracasos juveniles, pues al terminar una de las clases nos enfilaron y la señorita María Jesús pronunció un discurso explicándonos cómo debería ser el comportamiento de los alumnos en el Kinder y la obligación de abstenernos de romper filas y correr hacía los columpios para iniciar el recreo hasta tanto no se oyese el silbido del pito que ella portaba. De cuándo en vez volteaba los ojos hacía dónde yo estaba y recalcaba la necesidad de observar las normas disciplinarias del colegio. Oyeron niños. Y me volvía a mirar. Todos contestábamos. Sí señorita. Aquel que no las cumpla será expulsado. Yo me hacía el desentendido. Mi fama ya había trascendido a todos los salones del Kinder y era el ejemplo vivo de la reencarnación del demonio.
En ese momento lo único que me interesaba era el columpio. El discurso era eterno y yo que parecía un potro piafando en el partidor antes de largar la carrera, no resistí la brutal tortura y rompí la fila sin esperar el pitazo. Alcancé el deseado objetivo y entre todas las maestras no pudieron bajarme del columpio. Bajé sí a la señorita María Jesús de una patada, y ella por supuesto me bajó de mi primer colegio. Me expulsaron informando que había perdido todas las materias incluyendo las clases de sueño, de columpio, de barro y de mataculin.
El pavor del castigo a que sería sometido se atenuó con la posibilidad que había perdido con mis obligaciones escolares de esperar a que llegara la parvera. Era la parvera una mulata de cuerpo glorioso que todas las tardes llegaba a la casa equilibrando un cajón repleto de golosinas sobre un rollete de tela en su cabeza, el que manejaba con magistral soltura. El cajón estaba recubierto por una amplia y pulcra tela blanca, y al ponerlo sobre una mesa y separar la tela hacía los lados expelían los más gratos aromas que nariz de niño conociera, pues aún la parva estaba tibia. Su nombre era Eduvigis, y aprovechando su más mínimo descuido me apropiaba de una o dos de las nunca olvidadas golosinas. Pensaba que no se daba cuenta, pero en la cuenta que le pasaba a mamá quedaba incluido el pequeño latrocinio.
Pero no hay felicidad eterna y cuándo estaba convencido que jamás tendría que volver al colegio a desasnarme, se me dio la mala noticia de que me habían conseguido cupo en el Liceo Boston, regentado por padres Salesianos y únicamente de muchachos. .
El Boston tenía un teatro llamado el Sufragio y para poder mirar películas que usualmente presentaban los domingos, recibíamos dos horas de catecismo en las bancas de la Iglesia y cómo guía un librito llamado “El catecismo del Padre Astete”.
Terminado el lavado cerebral nos entraban a la sala de proyección y cuándo la película mostraba escenas corruptoras cómo un beso, tapaban el lente de la cámara de proyección para que no recibiéramos el mal ejemplo. Protestábamos con silbidos y gritos pero de nada valía. Los más lanzados gritaban suéltela, insinuando que el operador tenía a alguna amiga en la cabina. El teatro olía a chivo recién parido, pues los muchachos para no perderse uno sólo de los cuadros de la película, así llamábamos las escenas que más nos gustaban, sin escrúpulos ni reato de ninguna índole preferían orinarse en el suelo que salir al baño. Lo mejor eran los comentarios, pues los más avezados nos explicaban que los besos en las películas no eran de verdad. Para ello se ponían un papel celofán entre las dos bocas.
Allí en el patio de juegos del Boston probé por primera vez la Coca-Cola en una degustación. Sobra comentar que no la probé una sola vez sino muchísimas, hasta que la persona que la estaba dirigiendo me dijo que me iba a estallar. No me gustó y seguí prefiriendo por muchos años las bebidas gaseosas producidas en Medellín, tan azucaradas como la toma que le dan a las personas en los laboratorios cuándo deben hacerse un examen de diabetes.
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Cómo monaguillo
Diariamente se oficiaba misa en la capilla del colegio de San Ignacio y era de obligatoria asistencia para los estudiantes. Monté un negocio con un costeño, pues al salir de la misa nos daban una boleta para ser presentada al prefecto de clase cómo muestra del cumplimiento de nuestra obligación. El costeño encargado de repartirlas me entregaba varias, las que vendía entre aquellos que no habían asistido y serían castigados. Uno de mis clientes fijos era Hernán Botero, que con los años se convirtió en el primer colombiano extraditado a EE.UU. Era de la mejor sociedad de Medellín e hijo de padres riquísimos. El también lo era al momento de extraditarlo. Aún está en la cárcel.
Desde esa época en el colegio de San Ignacio tengo un superávit en misas el que aún no he podido terminar.
Me alisté en las legiones de los cruzados, grupos de jóvenes católicos fanáticos, promovidos por los Jesuitas, dónde cantábamos un himno que empezaba así: “Yo soy cruzado, esa es mi gloria, marcho seguro a la victoria, con la bandera del Salvador”.
Salíamos por las calles en fila india llevando un estandarte con la imagen de la virgen María, cantando el himno y disfrazados; no recuerdo la forma, pues mi pasó por allí fue muy efímero.
Cómo era él más grande y gordo siempre me tocaba llevar el estandarte.
Debido a las múltiples actividades que en defensa de la religión estaba realizando, las que no me satisfacían plenamente, recurrí a la lectura de incontables libros sobre la vida de mártires y Santos que me prestaba el padre Paneso, entre ellos la vida de San Lorenzo, a quién decidí imitar, pues decía la leyenda que lo asaron en una parrilla y que cuándo ya llevaban un tiempo asándolo dijo “ voltéenme que ya estoy bien por ese lado”.
Busqué también los consejos y orientaciones de quién era mi director espiritual, decidido a encontrar no importaba el medio, mi pasaporte al martirio.
El tenía la costumbre en el momento de la asesoría, juntar la cara del alumno con la suya y preguntarle si se había tocado con otros, si se masturbaba, y si lo había hecho le explicara en qué forma, y dependiendo del grado de experiencia del confesado, le insinuaba si los tocamientos habían sido cómo él lo iba haciendo. El interrogatorio duraba bastante rato. Era cómo el pescador que va tirando la atarraya en diferentes charcos hasta ver cuando cae algún pez en la red, y al ver que no encontraba emoción en mis respuestas dejaba el tema a un lado.
Por mi cabeza no podía pasar lo que él buscaba y cómo en mi concepto era un santo y un sabio resolví hacerme monaguillo para poder llegar a las alturas en dónde él estaba.
Las plazas de monaguillos estaban todas copadas, pero me las ingenié para negociarla con uno de mis amigos y me cedió la de una misa solemne.
Obviamente para realizar esa labor se necesitaban balbucear unas cuantas oraciones en latín que estaban en un librito. Yo solamente me aprendí la que me pareció más fácil, que explicaba que cuándo el sacerdote dijera, sunsum corda, uno debía responder, Habemus ad domine y que cuándo dijera Ite misa es, significaba que la misa había terminado. Por supuesto que las oraciones y respuestas eran muchas, pero yo estaba muy afanado buscando la Santificación e hice caso omiso de las demás.
Me preparé entonces con gran seriedad para la jornada que me abriría las puertas del seminario. La misa se celebró en la capilla del colegio. Está estaba hasta las banderas, cómo se dice queriendo significar que se hallaba abarrotada de fieles y de estudiantes, y bellamente adornada, pues se celebraba una fecha muy especial. Voy a la sacristía me visto con todos los ropajes especiales para la ocasión, ayudo a vestir al cura y lo sigo poniendo cara de santo, voleando un incensario y balbuciendo palabras ininteligibles. Empieza la misa y empieza el despelote. Cuándo había que pasar el Misal de un lado para otro, yo resolvía cantar. El cura me miraba sorprendido y yo empezaba a musitar una jerigonza remedando el latín y a volear el incensario, dejaba a este en el suelo, me arrodillaba y seguía con la jeringonza. Me ponía de pies, lo agarraba nuevamente y volteando hacía la “respetable concurrencia” entornando los ojos y fingiendo suma piedad, lo dirigía en forma que el humo los cubriera y no se percataran de mis burradas. De repente recordé que el Misal se debía pasar de un lado del altar para el otro, y con gran estilo crucé frente a este con mis manos en actitud de oración, hice una genuflexión con el estilo propio de los elegidos a los altares, me acerqué y lo así entre mis manos para pasarlo al otro lado. El cura al verlo se movió con gran rapidez para evitar que le acabase la misa y empezamos a forcejear por el libro. Ganó el cura, por supuesto. Vino la elevación y si no me ataja me bebo el vino. Cuándo el ritual indicaba que había que estar arrodillado yo estaba parado, si el cura cantaba yo le hacía coro imitando la voz atiplada de los Castrati; entornaba los ojos; miraba hacía arriba beatífico buscando la iluminación divina y si debía de estar a la mano derecha del altar, me iba para la izquierda. De cuándo en vez yo volteaba hacía dónde estaban los compañeros para ver su reacción. Al ver las embarradas uno de los curas que estaba en la banca de adelante me destituyó fulminante y siguió ayudando. Corrí hacía la sacristía en dónde me despojé de las ropas talares y me encerré en un baño de dónde salí sólo cuándo tocaron la campana indicando la finalización de las clases de la mañana. Ninguno de mis amigos me tomó el pelo por la embarrada pero el director del grupo me reprendió por no haber asistido a clases.
El frustrante fracaso no impidió que sirviera de monaguillo a mi hermano Juan Guillermo, quién acostumbraba oficiar misas en el solar de la casa. Mamá le había conseguido los ornamentos indispensables: La sotana, la casulla, el bonete, el roquete, y todo lo necesario para el santo sacrificio. Tenía también Juan Guillermo otro ayudante al que llamábamos el negro Gamba, hijo de la empleada de una casa vecina. Era de una piedad edificante, decía mi, y curiosamente pasados los años lo encontré de sacristán en una de las iglesias más importantes de Medellín. La hostia era una arepita, el vino gaseosa y cuándo repartía la comunión yo me la comía masticándola, y me excomulgaba. Tenía también un amiguito que llamábamos Chilo, porque su hermana se llamaba Chila. Para nuestra edad era una solterona, aunque tendría a lo sumo veinte años. A mí se me metió en la cabeza que debía interrogarlo en la misma forma que nos lo hacía el director espiritual. Lo cité para el interrogatorio y le comenté a Luis Fernando mi hermano. Cuándo llegó le ametrallamos a punta de preguntas y en vista de que no confesaba que hacía groserías con los amigos resolvimos hacerlo confesar en el potro del martirio. La tortura consistió en amarrar un ladrillo con una cabuya y por entre una viga que había en el techo pasamos la pita en forma tal que cuándo el interrogador que era yo le dijese al torturador, Luis Fernando, que sostenía la cabuya entre las manos que Chilo no quería confesar lo que nosotros queríamos que confesara, Luis Fernando soltaba la pita y se suponía que el ladrillo le caería en la cabeza, porque previamente lo habíamos sentado en un taburete debajo del ladrillo. Chilo era uno o dos años menor que nosotros, usaba pantalones cortos y las piernas se las cruzaban unas venas azules que en él se destacaban más porque era blanco cómo un vaso de leche. Al darse cuenta de lo serio del interrogatorio empezó a gemir, pero no tuvimos compasión y procedimos cómo cualquier cura de la inquisición. Por la renuencia a confesar su pecado le di la orden al torturador que soltase el ladrillo y afortunadamente este cayó al lado. La gritería de Chilo fue aterradora y en mil trabajos nos vimos para calmarlo. Le prometimos el oro y el moro para que no dijera nada. Cómo sería el susto que hasta un conejito le dimos.
Esas labores espirituales no se me recompensaban en dinero y obviamente yo no podía perderme el matinée de los sábados en el teatro Buenos Aires o en el Colombia, lo que me llevó a pensar en la forma de cuadrar mis ingresos, puesto que la venta de revistas usadas, huevos y otras cosas que me sacaba de la despensa de la casa, no me alcanzaban, así que resolví entonces ofrecerme para recoger la limosna durante la misa principal en la Iglesia de San José cerca a nuestra calle. El cura aceptó el ofrecimiento y me daba veinte centavos. Y yo de acuerdo con San Pablo que decía que la Iglesia también debía ayudar a sus empleados, me pagaba con otros veinte suficiente para comprar la revista el Peneca y el Príncipe Valiente. Aún recuerdo el día en que uno de los feligreses algo anciano introdujo su mano al bolsillo para sacar la moneda que donaría a la Iglesia. Al sacar la mano cayó al suelo y cerca de mí un billete de cinco pesos, cantidad astronómica para la época. Inmediatamente lo cubrí con uno de mis pies y simulando que me rascaba la pierna me fui agachando hasta lograr agarrarlo, sin embargo, al realizar dicho ejercicio noté que uno de mis amigos asistente al oficio dominical se había percatado de mi avivatada y poniendo las manos en forma vertical sobando una sobre la otra hacía el movimiento del serrucho, mirándome insistentemente. Continué luego en mi benéfica labor, justificándome interiormente y a la vez planeando las pitanzas de chorizos y las películas que con semejante capital podría ver. Al pasar a la sacristía a rendir cuentas de mi labor al cura de turno, mi amigo me esperaba. Al verme me reclamó la mitad. Con el desparpajo propio de un experto en esa clase de avivatadas le respondí. Y Ud. lo que quería era que en plena misa le hiciera pistola.
SAN PABLO
Muchas de las más indelebles enseñanzas se nos dieron durante las vacaciones en dónde compartíamos todo nuestro tiempo con los hijos del mayordomo, muchachos de nuestra misma edad y, por supuesto, compañeros de todas las aventuras, cómo la cacería de pájaros, las excursiones a los montés vecinos en busca de sepulturas de indios, la pesca en las horas de la noche en la quebrada que cruza la finca, hoy un pequeño hilo de agua en dónde apenas se alcanza a dibujar lo que en otros tiempos fue un bravío riachuelo, según nuestras apreciaciones. Pero para nosotros poder conseguir la compañía de Víctor y Juan, que así se llamaban nuestros compañeros de correteos, era indispensable cumplir con las tareas que Chucho, su padre, nos ponía. Consistían en desyerbar con el azadón una franja de terreno o en canastos que cargábamos a la espalda recoger la boñiga que utilizaban luego cómo abono en los huertos de hortalizas que se sembraban para el consumo de la casa y los sobrantes venderlos en el mercado de Rionegro, que se realizaba en la plaza principal los días sábados, la que se llenaba bellamente con toldos de lona en dónde los campesinos exhibían los distintos frutos de la tierra. Por ser un mercado que abarcaba las poblaciones cercanas era bastante variado y podíase conseguir toda la gama de productos que da la tierra fría, animalitos de distintas especies, telas multicolores, y trebejos cuya utilidad solamente conocía el comprador. No faltaban los vendedores de específicos que con una culebra a la que previamente le habían extraído los colmillos, ofrecían a la incauta concurrencia la cura para todas las enfermedades.
“Yo les ofrezco señores y señoras el remedio infalible para la vena varices. Si a Uds. les aqueja a medianoche el deseo de orinar y cuándo salen a la manga no les sale sino un pequeño chorro, es que están enfermos de esa presa que se llama los riñones o cuándo empiezan a notar que día a día se ponen amarillos cómo el amarillo de la bandera nacional, es que están enfermos de la presa más importante que Dios les dio y que se llama el hígado. Todo ello señores y señoras tiene cura. Yo lo aprendí con los indios caníbales en el Amazonas, los que me tuvieron prisionero durante cuatro años, engordándome para luego asarme y comerme en una gran fiesta, pero logré salvarme porque una de las princesas de la tribu se enamoró de mí y consiguió que el cacique me adoptara. Durante mi cautiverio el brujo me enseñó de yerbas, y yo, cómo había vivido en otras, le enseñaba también los secretos que había conocido. Esa feroz mapaná cuatro narices que tengo guardada con gran cuidado en la caja que ven junto a la de los secretos para curar las enfermedades, es un regalo del brujo. Ella me protege de mis enemigos que son muchos, pues mi profesión que es la de hacer el bien sin mirar a quién, me atrae el odio de todos esos dotorcitos llenos de cartones en sus consultorios y que no son capaces de curar una jarretera, puesto que nunca se han preocupado por aprender la ciencia de la herbolaria cómo yo y no pueden aceptar que con mis conocimientos adquiridos en lo más profundo de la selva, desafiando toda clase de peligros, venga a sanar a todos los que ellos no han sido capaces. O si no pregúntenle al secretario que no me hace quedar mal, cómo con mis remedios botánicos le salvé la vida cuándo lo encontré tirado en un rancho atacado con unas fiebres intermitentes, vomitando sangre. Ya se veían los gallinazos volando alrededor del rancho. Cierto que así fue secretario. El secretario inmediatamente asiente con un movimiento de cabeza.
Muy pronto se las mostraré. Secretario traiga las recetas. No se acerqué mucho a la caja con la culebra que puede morderlo y en menos de cinco minutos estirará las patas y yo no tengo dónde enterrarlo. El secretario, por lo general, uno de los muchachos vagos del pueblo, recogía las recetas y el culebrero iba ofreciendo a los incautos campesinos las pociones mágicas. Yo no le pido un peso cómo los matasanos a los que algunos de Uds. consultan, ni cincuenta centavos, ni veinte, sólo les pido diez infelices centavos, pues mi compromiso con el brujo fue el de venir a sanar y hacer el bien y no a conseguir dinero. Ud. señora veo que sufre de la vena varices, este es el remedio que no falla. Está compuesto de manteca de osa preñada, cocinada con el aliento del Guio que es la serpiente más grande que hay en la selva. Para ese procedimiento se coge la culebra y se amarra cerca de la olla que contiene la manteca de la osa, se torea con un palo para que bote el aliento y mientras más furiosa más aliento echa y más se calienta la olla con la manteca y se va derritiendo. Con decirles que se traga a un hombre parado. Son solamente cinco centavos y verá cómo dentro de quince días estará nueva y me agradecerá de por vida el bien que le hice, y así recorriendo el círculo que ya los campesinos habían hecho en torno de él, ofrecía sus menjurjes y la ilusión de que pronto sanarían. Pasada la primera ronda, volvía a prometer que muy pronto sacaría la culebra, no sin antes solicitarle al secretario que ampliase al máximo el círculo para que la vida de los concurrentes no corriese peligro. Esa función duraba cerca de una hora, y la culebra apenas aparecía cuándo veía que el círculo se iba reduciendo.
Cómo los negocios no podían faltar cada uno de nosotros se ingeniaba el propio. Yo, por ejemplo, me dediqué inicialmente a la cría de pollos y con los huevos que me regaló mi conseguí que una gallina clueca los empollara. Cuántos nacieron, no recuerdo, pero que con su producido compré un marranito que se engordó y se vendió.
Desde el momento en que pisábamos a San Pablo, nombre de la finca, nos uniformaban con overoles. Jamás pude mantener amarradas las dos cargaderas al mismo tiempo. Siempre la del lado derecho estaba sin abotonar y caída. Y creo que nadie que me haya conocido en esa época recordara haberme visto sin mis incondicionales aliados, Numa y Francia, dos perros Cocker, cazadores de patos, según mi opinión, los mejores del mundo. Un día lograron atrapar en la boca una silga, pequeño pájaro de color negro y amarillo, que golpeé con la cauchera. Se encuentran de muchos otros colores.
La cachucha la usaba de lado y los zapatos se archivaban en el escaparate para aparecer los días que íbamos a misa, sagrado deber que no podíamos eludir. La cauchera para matar pajaritos, compañera inseparable de todas las vacaciones, la llevaba colgada al cuello.
De tanto andar a “pata limpia” y de no bañarnos, nos daba una enfermedad que se llamaba carrumia que era única y simplemente la mugre acumulada en los pies y algunas veces detrás de las orejas. Mamá con un tejo y haciendo caso omiso a los gritos, nos estregaba hasta quedar limpios, sin respetar tampoco las niguas que ya se habían incrustado dentro de las uñas de los dedos gordos de los pies y cuya rasquiña no nos dejaba dormir. Éstas se sacaban con la punta de una aguja y luego se quemaban en la llama de una vela.
Alrededor del fogón
Usualmente esa operación se realizaba en las horas de la noche reunidos en la vieja cocina de la finca, alrededor de un anticuado fogón de carbón de leña y sentados en rústicas bancas de madera, oyendo cuentos de espantos y de aparecidos. El cuentero principal era Chucho, mayordomo de toda la vida, de una desbordánte imaginación y memoria prodigiosa que recordaba todos los del folclore paisa, tales cómo los de los patojos que competían con un príncipe llegado de lejanas tierras por el amor de la hija del rey, y en los que siempre salían ganando la partida, por ser astutos, imaginativos e inteligentes.
También se contaban los de Cosiaca, Pedro Rimales y Marañas. Los dos primeros pintaban de cuerpo entero al antioqueño vivo y embaucador que con su viveza sale campante de los momentos de gran dificultad, y el último, cómo aquel que analiza los aconteceres cotidianos de una forma totalmente diferente a la que estamos acostumbrados. Ese era el enrostrador de la cruel verdad, a los poderosos de turno. Básteme un ejemplo de su ingenio. Preguntado por uno de los más connotados ciudadanos de Medellín qué era una crisis económica, respondió al rompe ¡Crisis! Cambio de ricos. Cuéntase también que cuándo se iba a inaugurar el encendido eléctrico en Medellín la gente se reunió para ver el milagro en el Parque de Berrío, y cuándo las bombillas se encendieron, Marañas, que estaba entre los concurrentes, dijo: luna ahora sí te jodiste, a alumbrar a los pueblos.
Y por supuesto, los de espantos y aparecidos que dejaba para lo último y que nos mandaban temblando de pavor a la cama.
No recuerdo haber pasado unas vacaciones sin la compañía de cuatro o cinco primos o primas. Mi invitaba a las primas o amigas de la misma edad de Yolanda y Lía y nosotros invitábamos a los amigos más íntimos y a algunos primos. Permanentemente se formaban peleas entre nosotros y los invitados, las que resolvíamos empacándoles la ropa en bolsas de papel y echándolos de la casa. Cuándo esto sucedía, se desataban en llanto. Las lágrimas se les escapaban cómo cataratas y mientras más lloraban más los despedíamos. Al fin ellos se llenaban de dignidad y resolvían irse a la portada de la finca a esperar el camión de Julio Ríos, el único que viajaba a Medellín. Al ver su decisión, empezábamos a llorar y a pedirles perdón y los papeles se volteaban. Nunca supo mi de las peleas.
A una de las primas que moqueaba permanente, la pusimos la del moco verde. En cada pelea se lo arrostrábamos y al instante empezaba a llorar y a moquear.
Un robo bien inusitado
Uno de los sucesos que más recuerdo fue el asalto a los árboles de manzanos de don Carlos Calle, quién tenía una finca al lado de San Pablo.
Fue un asalto planeado con toda la frialdad del caso. Todo surgió porque un día en que estaba montando a caballo con Luis Fernando, pasamos por esa finca y vimos un sembrado de manzanos, el que no se podía divisar desde afuera porque había un cerco de pinos que lo protegía para que la gente no pudiese entrar. Cuándo nosotros nos percatamos de que los árboles, que eran cinco o seis, estaban en plena cosecha, resolvimos asaltar el manzanar. Propuse el plan a todos los que estábamos pasando las vacaciones y se fijó la hora cero para el otro día a las siete de la noche.
Muy puntuales estuvimos los ladronzuelos al otro día y nos introdujimos por un hueco que había entre el cerco de pinos. Arrasamos con todas las frutas. Verdes y maduras. Las escondimos en distintas caletas, supersecretas, para evitar que los otros cómplices nos las robaran. Yo me di cuenta del lugar en que las escondió Yolanda y en las horas de la mañana la vacié Pero cómo no hay crimen perfecto a algunos de los compinches les sobrevino el arrepentimiento y citaron a una reunión extraordinaria con el fin de debatir el delicado tema. Después de los razonamientos de los mayores se concluyó que nuestra actuación era pecado mortal y si alguno moría esa noche caería directamente al infierno. Era ineludible la confesión al otro día. Esa noche no dormí pensando en la condena eterna y en la vergüenza de tener que confesarle al cura pecado tan monstruoso.
Al día siguiente, muy de madrugada, salimos los siete comprometidos a confesarnos con el padre Boterito a San Antonio, un pueblito cerca de Rionegro. El padre Boterito era el típico cura de misa y olla. Mi decía que era un santo pero a nosotros nos parecía medio menso. Y en realidad lo era.
Lo recuerdo cuándo montado en un caballo, blanco y gordo cómo una empanada, salía a impartirle los santos óleos a algún moribundo. Usaba para la correría unos zamarros de piel de león (puma). En las alforjas llevaba los ornamentos requeridos para la ocasión y en el hostiario guardaba a Jesús sacramentado. A su pasó por los sitios poblados hacía sonar una campana y las personas se arrodillaban en señal de sumisión y respeto. Concluida su humanitaria y santa labor volvía a trepar al caballejo y dejaba que éste lo condujera nuevamente hasta San Antonio. Mientras duraba el viaje de regreso, Boterito se echaba un duermevela acompañado de ronquidos y a cada ronquido, el jamelgo peía. Cuándo llegaban al frente de la casa cural éste, el caballo, soltaba una sonora sinfonía pedífera, acompañada de una inmensa y aguada gracia y Boterito volvía a la realidad.
La iglesia tenía unos confesionarios de madera. Los hombres se confesaban de frente al cura que estaba oculto por una tela morada para que no pudiera ver a las mujeres que se arrimaban al confesionario y ellas se confesaban por las dos ventanillas laterales. Cuándo los hombres se arrimaban para la confesión, movía la tela hacía un lado.
Pasé de primero y vino la pregunta de rigor ¿ Cuánto hace que no se confiesa?
Ocho días padre. Dígame cuáles son sus pecados. Acúsome padre que digo malas palabras. Que más. Que le desobedezco a papá y a mí. Que digo mentiras. Que peleo con mis hermanitos, que tengo malos pensamientos y continúe haciendo la lista de mis graves faltas. Al fin me armé de valor y le confesé. Padre acúsome que soy un ladrón de manzanas, que estoy en pecado mortal y no quiero ir al infierno, acusación que acompañé de llantos, moqueada y gemidos. El padre me absolvió y me impuso una pequeña penitencia. Siguió el segundo y después el tercero de los penitentes.
Entonces el padre Boterito se asomó por el frente del confesionario y al ver la larga fila dijo en voz alta: los de las manzanas háganse aparte. Creímos que iba a ser el fin del mundo. Afortunadamente nosotros éramos los únicos penitentes y para su comodidad y la de nosotros nos impartió una absolución múltiple. Cómo penitencia tres avemarías y un padre nuestro.
No me cabe duda que el peor pecado que le tocó escuchar al padre Boterito fue el de Yolanda, Lía y otras primas. El sólo narrarlo me conmueve por lo horripilante e insólito y porque en ninguno de los libros que el padre Boterito estudió en el semanario, existía tan horrible perversión.
Algún día cómo era de usanza llegó a San Pablo Hernando Echeverri, primo y gran amigo de nosotros y un poco mayor. Era de una simpatía desbordánte y de una belleza varonil que embriagaba a todas las mujeres. Pues bien, después de charlar con todas sus admiradoras y al caer de la tarde, se queda dormido sobre la grama y las muchachas, que no le despegaban sus ojos, con un palito le sobaron el bigote. A una de ellas se le ocurrió que ese era uno de los peores pecados que se podían cometer y las obligó a que al siguiente día fuesen a confesarse con el padre Boterito.
Boterito aún se encuentra buscando cómo calificar el pecado y la penitencia.
Nuestras vacaciones
Normalmente pasábamos las vacaciones entre cinco y diez muchachos, lo que hacía inagotables las aventuras y paseos.
A primera hora de la mañana se nos despertaba con un vaso de leche recién ordeñada, que conservaba todavía el calor de la ubre de la vaca, se le llamaba postrera, la bebíamos acompañándola con una arepa de pelao también caliente. Costumbre que jamás faltó durante nuestros años de niñez.
Para poder hacernos merecedores de muchas de las diversiones era necesario desempeñar algunos trabajos menores cómo hacer mandados y llevar recados, algunas veces pilar el maíz y en la mayoría de los casos obedecer a las restricciones que se nos ponían.
Todo ello fue modelando en nosotros una solidaridad familiar indestructible; conciencia sobre la lucha por la existencia y la necesidad del ahorro, virtud que nos distingue a los antioqueños. Siempre que muere el padre, sus hijos heredarán lo suficiente para iniciarse en la vida de los negocios. En verdad no he conocido muchos padres paisas que hayan dejado a sus hijos desprotegidos en materia económica, después de la muerte.
En vida siempre reciben las más agudas críticas por su tacañería y por no darles todo lo que sus hijos les solicitan, pero cuándo él fallece, encuentran que aquello que llamaban tacañería era sólo el manejo juicioso de los dineros que con gran sentido de responsabilidad les iría a legar. Al entender tardíamente el comportamiento de sus padres los hijos empiezan a lamentarse, pero ya es llorar sobre la leche derramada. Papá actuó en esa forma y le agradezco, le agradeceré y le sigo agradeciendo su visión de padre responsable.
Esa costumbre es muy propia en los seguidores de la religión calvinista y de los judíos. Siempre se ha dicho que nosotros los paisas somos de ancestro judío, argumentándose que debido a su persecución por la inquisición en España, muchos se vinieron camuflados cambiándose el apellido judío por uno español. Sobre esa materia, la que me parece fascinante, he estado recopilando información.
Por supuesto que las vacaciones de diciembre, las largas cómo les decíamos, eran las más importantes para nosotros. Desde meses atrás mi empezaba a organizar todo lo necesario para que nada nos faltara. La compra de los aguinaldos y el traído del niño Dios eran un rito rodeado de los mayores misterios al que sólo tenían acceso los elegidos. Los niños sólo vendríamos a conocerlos el veinticuatro de diciembre en las horas de la noche, después de rezar la novena al Niño Jesús.
La navidad
Debo destacar que siempre se organizó con carácter social y que los primeros invitados eran los hijos de los campesinos de la región a quiénes se les distribuían, sin cicatería ninguna, los regalos que ella había comprado con tanto misterio. Esa costumbre, lo mismo que la de celebrar la primera comunión de cada uno de nosotros en compañía de los niños de un orfelinato o de los niños pobres que mi invitaba a las diferentes celebraciones y otras más que se me escapan, despertó en nosotros el sentido social y de justicia que ella quería inculcarnos.
Para los grandes, cómo les decíamos, las diversiones eran diferentes. La fiesta más tradicional era “la matada del marrano” que empezaba con la ejecución del cerdo por un matarife profesional, especialmente contratado para el caso. Algunas veces se le seguía al cerdo un juicio con fiscal y abogado defensor, juicio que nunca ganaba el condenado a muerte. Se componían trovas para la víctima y para los invitados. Muerto el cerdo de una certera cuchillada se taponaba la herida con una tusa de maíz y se cubría de helecho, al que luego se le prendía fuego para quemarle todos los pelos. Pasada esa operación se procedía a beneficiarlo y se empezaban a freír la carne y los chicharrones, mientras otras empleadas lavaban el menudo para hacer las morcillas.
Para esa época los campesinos preparaban sainetes que eran piezas teatrales de carácter jocoso, inspirados en las costumbres populares y en los sucesos políticos de actualidad, cuya representación les servía de pretexto para visitar las fincas en dónde las gentes de Medellin pasaban las vacaciones de diciembre. Grupos de hombres y mujeres se dedicaban desde meses antes a preparar la función y su coreografía. Los hombres calzaban alpargatas y ruanas de lana de oveja sin teñir y las mujeres vestidos multicolores. Llevaban una gruesa y larga vara a la que en el extremo superior le habían colocado un aro y en el cual habían amarrado muchas cintas de diferentes colores que llegaban casi hasta el suelo. Después de solicitar permiso al jefe de la casa escogida para la representación se situaban en la mitad del patio o de la manga de enfrente, haciendo un círculo alrededor de la vara. Inmediatamente dos o tres músicos acompañados de liras y tiples, empezaban un surrungueo, señal para que cada uno de los actores agarrara una cinta y siguiendo el compás marcado por los músicos se iban entrecruzando hasta cubrir con las cintas la totalidad de la vara con rombos de diferentes tonalidades. Mientras eso se desarrollaba, otro grupo de actores representaba una de las parodias previamente preparadas. Terminada la parodia se procedía a deshacer el tejido en sentido inverso, siguiendo con sus pies el compás marcado por los músicos. Al terminarse la representación el capitán del grupo teatrero solicitaba a los moradores de la casa el aguinaldo. Los aguinaldos consistían en objetos útiles para sus casas y para uso personal. Además de la botella de aguardiente que no puede faltar en Antioquia en sucesos de esa naturaleza.
Se comía. Se bebía aguardiente. Ya al caer de la tarde los invitados, algunos pasados de tragos, regresaban a su casa. En estás fiestas nunca podía faltar la pólvora. Los voladores eran lanzados por los adultos y los chorrillos, pilas y papeletas, por la muchachada.
Se ofrecía también natilla y buñuelos. La natilla era preparada de maíz en una enorme paila de cobre que en algunas ocasiones era heredada de algún antepasado. Su cocción se efectuaba al aire libre en un fogón de tres piedras alimentado por leños secos de carate y chagualo, árboles que abundan en las tierras frías. Se batía con un canalete de madera y quién o quiénes lo agitaban no paraban de llorar por el humo que despedía la hoguera.
La fiesta de los niños
Terminada la fiesta para los trabajadores se procedía a organizar la de los niños. Para ello se recurría a la burra a la que se le enganchaba una carretilla que se llenaba de regalos para los chicos y para los grandes. Se nos autorizaba quemar pólvora con la supervisión de los mayores, fumar cigarrillo, elemento indispensable para poder encender la pólvora, tomarnos un trago de aguardiente con consejo incorporado. Si no es capaz de ganarse el dinero que cuesta y controlarse, no se los tomé, y a las doce de la noche se servía la cena, que consistía en un gran pernil de cerdo y otros encantos de la cocina paisa elaborados por las empleadas del servicio y la esposa del mayordomo. Algunas veces salíamos después de la cena para la misa del gallo, a San Antonio. Lo hacíamos a pie y regresábamos a la casa muy cerca de las dos de la mañana. Esa costumbre se fue perdiendo con el tiempo.
En una de esas navidades el niño Jesús me trajo de regalo la burra de la que hablé anteriormente, la que llegó volando.
No olvido a papá y a mamá mostrándonos una luz en la noche estrellada, y diciéndonos que era la burra. Yo vi la luz cuándo se desplazaba lentamente y oí el sonido que hizo en el momento de su aterrizaje en la huerta de la casa y luego sucedió el milagro esperado: apareció por una de las puertas traseras opuesta a dónde estábamos mirando, enjaezada y llena de regalos. Para que no quedaran dudas de que había llegado volando nos mostraron los callos que tienen los equinos en el interior de sus patas delanteras, diciéndonos que allí tenía pegadas las alas.
Al día siguiente muy de madrugada salimos a mirarla. En ese momento estaba vaciando su estómago y no recuerdo a quién se le ocurrió decir que para volvernos ángeles deberíamos comernos su cagajón. Todos lo hicimos.
En calzas prietas me vi para controlar mi rabia por la burla de mis amigos cuándo les contaba del regalo recibido del niño Dios y de ñapa que había llegado volando; desde luego ocultaba la gastronómica comida que se suponía me iba a convertir en ángel y en las discusiones rogaba fervorosamente a la burra hiciese realidad los efectos y me transformara en un ángel vengador para castigarlos por su incredulidad.
Eran entonces las vacaciones a fuer de la época divina para los que éramos niños, una escuela de aprendizaje y de comunión con la naturaleza. Se aprendía a cargar una mula con los bultos de maíz y papá producto de las cosechas que normalmente se daban en diciembre; aprendíamos a montar a caballo; la cura de ganados; Preparar la tierra para la siembra; vacunar cerdos: En fin, todo aquello rutinario en el campo y desconocido en la ciudad. Era cómo la famosa escuela de Summer Hills, que predica que al individuo no se le debe presionar para el aprendizaje, sino esperar a que él por su propia voluntad decida lo que quiere aprender. Aparte de que se aprendía con amenidad.
No se podían llamar vacaciones si durante ellas no hacíamos paseos a Vilachuaga, o al Angostado, fincas la primera propiedad de un tío de mamá, en dónde su esposa nos regalaba con “bolas de leche” cuyo sabor nunca pudo ser igualado. Mientras duraba la larga caminada, íbamos planeando el asalto a la despensa, dónde usualmente las guardaba, porque no nos sentíamos plenos con las que nos regalaba. La casa de Vilachuaga, nombre del cacique señor de esas comarcas, era de las más bellas de la región. Vieja cómo sus moradores y mantenida en perfecto estado. Inclusive conservaban el mobiliario original. Allí en una de las visitas años después tomé prestado en forma permanente un libro sobre el concilio de Trento, antiquísimo, y varias cartas manuscritas del bisabuelo de mi, lo que aún conservo.
Mientras tanto papá trabajaba en Medellín y viajaba dos veces a la semana a visitarnos. Para nosotros era un paseo especial pues él llegaba en un camión de pasajeros por una carretera destapada y polvorienta, en Antioquia había en esos momentos muy pocas carreteras pavimentadas. Nosotros salíamos varios kilómetros adelante a encontrarlo.
Era frecuente que en los caminos se levantase un calvario con su cruz para conmemorar la muerte de algún caminante en ese lugar. Y la costumbre era la de que al pasar al frente del calvario se arrojase una piedra acompañada de un padrenuestro lo que hacía que el calvario terminara por ser semejante a un túmulo funerario. En ese camino nuestra principal diversión era arrojar más piedras al túmulo acompañadas del padrenuestro. Inmediatamente avistábamos el camión empezaba la algarabía y el camión, el único que había en la región, paraba a recogernos para continuar hasta la portada de San Pablo. En el camino nos repartía los regalos que eran una colombina a cada uno. Tenían un sabor agridulce y al desenvolverlas el papel sonaba cric cric. Cuándo lo recuerdo se me vuelve agua la boca.
La Semana Santa
En San Antonio, pequeño poblado cerca de nuestra finca, se representaba la Semana Santa en vivo. Para el domingo de ramos prestábamos la burra para que le sirviese de montura a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén. Y el cura párroco para representar el papel, ponía a un delgado campesino de ojos verdes, ataviado con remedos de prendas de la época, el que siempre asumía el rol con gran dignidad y seriedad. Quiso la casualidad que el día en que debía llevar a la burra para desempeñar sus labores, está entró en celo. Ignorante de lo que eso significaba la conduje a la Iglesia y ayudé a orlarla con las más galanas prendas. Se le retocaron muy suavemente los labios con rubor e incluso le encrespamos las pestañas, sin olvidar embetunarle los cascos. Salió la procesión encabezada por el cura vestido con los ornamentos de lujo, flanqueado por dos monaguillos que agitaban sendos incensarios, y detrás la burra llevando a cuestas a Jesús. No se sabía cuál de los dos iba más orondo, la burra con Jesús en sus lomos o el campesino embebido en su papel de redentor. Seguidamente, un tumulto de personas de diferentes sexos y edades batiendo al aire con sus manos cogollos de palma de cera del Quindío, entonaban jubilosos, oraciones y canciones, para demostrar la vigencia de las enseñanzas de Cristo Redentor. Cómo era costumbre la procesión circunvaló el parque situado frente a la iglesia, y continuó hacía las afueras, las que estaban conformadas por mangas que se arrendaban para que las caballadas de los arrieros pastaran mientras estos pernoctaban en el caserío para continuar su camino al día siguiente. En uno de estos pastaban las recuas de los que habían llegado el día anterior y que permanecieron para asistir a las ceremonias del domingo de ramos.
La procesión se movilizaba con gran lentitud pues el cura de acuerdo al ritual debía hacer estaciones para elevar las oraciones que este el ritual exigía. Dio la casualidad que una de las paradas se hizo enfrente de uno de los potreros en dónde estaban las cabalgaduras. Se iniciaron las oraciones de rigor cuándo vimos que uno de los potros empezó a moverse nerviosamente y a corretear por el potrero. El cura y los fieles totalmente ajenos a lo que sucedía, entonaban sus oraciones dando gracias a Dios por los beneficios recibidos, cuándo de repente y sin respetar las cercas que le impedían salir, dio un gran salto y se dirigió hacía la burra por entre los feligreses, buscando aplacar sus instintos. Era un potro ciclán que al caparlo habían olvidado extraerle el otro testículo y cómo era joven y con energías, al pasar la procesión olió el irresistible aroma del celo de la burra y sin respetar cercado, ni cura, ni la gente que seguía a la burra con Jesús a cuestas, trató de cubrirla exhibiendo sus más preciadas pertenencias. Al tratar de cubrirla, Jesús vio que asomaban por sus espaldas unas patas con cascos cómo las del enemigo malo y entró en pánico, saltando de la burra y dándose a la fuga, con tan mala suerte que a los pocos pasos tropezó cayendo al suelo, porque las vestiduras que le llegaban hasta los tobillos, cómo de la época de la pasión, no se lo permitían. El pavor se apoderó de “ Jesús” y sólo atinaba a murmurar perdóname señor por todo lo que he pecado, perdóname señor; pues estaba convencido que las patas que había visto pasar a su lado eran las del “Patas” y que su condenación seguida de los más crueles tormentos en la paila mocha, era irreversible. Mientras “ Jesús ” gemía rodeado de buenas samaritanas, la gente inmovilizaba al enamorado Romeo para llevarlo a otro potrero más seguro.
El escándalo fue tremendo. Al poco tiempo se decía en toda la comarca que el demonio se había aparecido en forma de potro en la procesión del domingo de ramos, cómo aviso premonitorio de los castigos que le iría a infligir a los habitantes de San Antonio, por pecadores. Y a nosotros nos quedó una sensación indefinible con respecto a la burra, de la que se sabrán cosas más interesantes a medida que continúe este relato.
En Rionegro la Semana Santa se celebraba con gran pompa. A la procesión del Santo Sepulcro, la más importante e imponente de todas asistía además de la clase dirigente, campesinos venidos de todas las veredas circunvecinas.
Era tradición que quién concurriera a ella llevara ropa nueva. Por eso aquellos que no tenían muchos medios de fortuna economizaban durante el año para hacerse al estrén, cómo se decía, o mandaban a arreglar la vieja olorosa a naftalina, que descansaba en el fondo de los baúles.
Desde meses antes de las fechas santas los curas de los más remotos lugares empezaban los preparativos, ayudados por las beatas. Era una competencia y aún lo es, por demostrar cuál de todos los templos era el más representativo del sentimiento cristiano. Las andas en que van los diferentes pasos se desempolvan con anterioridad y empiezan las labores de reparación y retoque de las imágenes sacras. No había iglesia en Colombia en que los curas no se esforzaran para que sus procesiones fueran elogiadas en los medios de comunicación o en las publicaciones regulares de las diferentes parroquias.
En Rionegro la más importante y majestuosa de todas era la del santo sepulcro. El anda llevaba la urna de cristal en cuyo interior reposaba la imagen de Jesús en posición yacente mostrando las heridas que le infligieron cuándo estaba en la cruz, con la corona de espinas sobre su frente. La cargaban aproximadamente doce de los más destacados miembros de la sociedad y algunos del gobierno municipal. Y a lado y lado aquellos que reemplazarían a los cargueros iniciales cuándo se cansasen, debido al tremendo peso de ella. La procesión la encabezaba el obispo, y la banda de guerra de la guarnición militar se encargaba durante todo el trayecto de doblar sin descanso, recordándonos el inmenso dolor que afligía a la humanidad.
Seguidamente miles de fieles, hombres, mujeres y niños, todos vestidos de negro, elevaban sus plegarias implorando perdón por el deicidio.
La gran diversión de la muchachada, que poca atención le ponía a lo que estaba sucediendo, consistía en que con ganchos de nodriza previamente sustraídos en sus casas, amarraban las mantillas de dos o tres de las beatas, para que al separarse, las mantillas se desprendieran de sus hombros.
Uno de los acontecimientos más tradicional era la visita a los monumentos.
En la ciudad había varias iglesias, por lo que cada una se esmeraba por hacer el más bello. La gente preparaba de antemano el programa de visitas y normalmente se gastaban varias horas en ello. Se corría la voz sobre el mejor concebido. Cómo las iglesias cubrían con un manto morado todas las imágenes de los santos que adornan las paredes en señal de luto la atención de los visitantes se concentraba sólo en el monumento.
La irracional religiosidad de muchos de los más fervientes católicos hacía correr la bola de que la Semana Santa era solamente para dedicarse a la oración y aquellos que quebrantaran ese principio corrían el grave riesgo de ser castigados con gran rudeza por Dios. Por eso no se podía viajar en automóvil a otras ciudades del país, porque sufriría un accidente fatal; aquel que se bañara en el mar el jueves o el viernes santo, se convertiría en sirena; no se podía salir de cacería o a pescar, y ay de aquellos que desafiando la ira divina hiciesen el amor en las fechas sacras. Se quedaban pegados cómo los perros.
Todos los bares y los establecimientos de dos en conducta permanecían cerrados hasta el viernes a las doce de la noche, hora en la cual abrían sus puertas a los pecadores consuetudinarios, los que cómo en las carreras de caballos permanecían en el partidor esperando la hora de iniciación.
Maravillaba que cuándo el cura de turno, generalmente el más influyente y mejor orador de la comunidad religiosa estaba pronunciando el sermón de las siete palabras, se desataba un fuerte aguacero acompañado de relámpagos y truenos. Hasta la naturaleza misma demuestra su dolor por la infame muerte del redentor, se nos decía. Ese sermón era y es el más importante de todos los de la semana de pasión. Y fue aprovechado en épocas pasadas por la clerecía reaccionaria cómo tribuna para atacar a todas las personas que simpatizaran con las ideas liberales, sin importarles el que con esa acción estaban llevando al país al fanatismo irracional y con ella la continuidad de una de las peores épocas de nuestra vida republicana.
Los Consejos
Cómo decía antes la figura materna era la más importante en nuestro núcleo social, sin embargo, ellas destacaban permanentemente la importancia imprescindible del padre en la familia y el gran respeto que se le debía rendir. El padre era el dispensador de las penas y castigos y la madre la instancia ante la cual se apelaba. Por supuesto era ella quién informaba al padre de los comportamientos de los hijos para que este le aplicase el castigo requerido.
Los años fueron corriendo y la vida nos iba mostrando sus diferentes caras. Del fondo del alma y del ser de cada uno de nosotros irían brotando los talentos que en el transcurso de nuestra existencia nos ayudarían a sobrevivir.
Todos sin excepción estudiamos diferentes profesiones.
La vida entonces nos fue separando y hoy cada uno de los cinco hermanos que permanecemos vivos, e inclusive Lía la que ya nos dejó, nos enorgullecemos de esa maravillosa educación que supieron impartirnos. Permanecemos fieles al más grande de sus deseos, la unidad familiar, la que no ha sido vencida nunca. Ni será vencida.
Jamás ha habido rompimientos por causa del dinero, y en los momentos de necesidad todos sin excepción cerramos filas en derredor del necesitado.
Siempre les prediqué y sigue siendo mi ilusión el que mantengan una unidad fraternal indestructible. Cuándo hay unidad es muy difícil que los problemas nos abatan. Por el contrario el individuo sólo es más fácil de vencer. Cuándo hay unidad de familia los problemas se diluyen entre todos y las alegrías se comparten también. El éxito de las familias, está en la unidad. La familia unida es y será respetada porque es más fácil vencer a uno que vencer a muchos. Dios quiera que mi sueño se cumpla.
Cuándo hay unidad familiar se desarrolla lo que yo llamaría la vergüenza de grupo, que consiste en que ninguno de los miembros de una familia se atreve a salirse de los cánones éticos que les fueron impartidos por sus padres, por la verecundia de enfrentar a los demás cuándo incumple las normas enseñadas junto con sus otros hermanos.
Unos de los puntos en que se nos hacía más hincapié era el referente a la decisión que tarde o temprano nos tocaría tomar sobre el rumbo de la vida.
Se suponía que el matrimonio nos esperaba a todos y en consecuencia, era tema obligado a cada momento. A los hombres se nos hacía ver la importancia de la escogencia de la pareja. En la escogencia de la pareja no se pueden equivocar porque el matrimonio es para toda la vida y cómo en esa época el divorcio era desconocido en nuestra sociedad campesina, influida por curas retrógrados e ignorantes, la decisión era de por vida. Quién se separaba era considerado réprobo y estaba condenado a la Paila Mocha, cómo se le decía entre nosotros al infierno.
Deben buscar la pareja entre aquellas que pertenezcan a familias que Uds. conozcan. Busquen que la madre de la que escogerán cómo “socia” de toda la vida sea de intachable conducta, ejemplar en la educación de los hijos y amante y solidaria esposa. Las hijas son el vivo reflejo de sus madres. Busquen aquella de su misma cultura: aunque parezca baladí es fundamental. Son más los matrimonios que se deshacen por diferencias culturales que por diferencias de carácter y no olviden que al casarse se casan también con la familia. Eran consejos acertados y hoy en día siguen vigentes.
A las mujeres les hacían las mismas recomendaciones llenándolas de consejos sobre la necesidad de servirle al marido con lealtad. La lealtad es la piedra sillar para que existan unas relaciones estables entre los esposos. Si la mujer no es leal no puede haber confianza entre la pareja. La deslealtad es la compañera inseparable de la codicia. La mujer o el hombre desleal no se avergüenzan de sus faltas y desatinos, ni se arrepienten. Creen que todo se lo merecen. Y por ser el matrimonio una sociedad indisoluble les tocará aguantar ese pesado lastre toda la vida.
La deslealtad lleva a que la persona infiel sea mentirosa, porque para cubrir sus faltas obligatoriamente tiene que mentir. Aquel que es mentiroso sólo cosecha el repudio, el desprestigio y la desconfianza de la gente que le rodea. El mentiroso es de los seres más detestables que existen. El Dánte en su Divina Comedia, dedicó uno de los círculos del infierno a los que adolecían de tan grave defecto.
La persona mentirosa no merece el respeto ni el apoyo de la gente de bien. Antes por el contrario debe ser marginada de cualquier círculo de amigos pues con su torvo proceder termina volviéndose inconveniente. Le sucede lo que al pastorcito mentiroso de la fábula. Papá decía que uno debía ser honrado y veraz, sino por virtud, al menos por negocio.
Debe prevalecer antes que todo la familia. Los hijos y el esposo están por encima de cualquier consideración o afecto.
La mujer tiene, y estoy hablando de la primera mitad de este siglo, que colaborarle al esposo en todo lo que debido a sus ocupaciones no pueda realizar, y hacer lo posible porque la vida al regresar éste al hogar después del trabajo sea placentera y grata. Estas recomendaciones también iban dirigidas a los hombres pues nada se ganarían si nos hubieran dejado de rueda libre. La mujer no se puede golpear ni con el pétalo de una rosa. Es la reina del hogar y merece todo el respeto y consideración debidos. Háganle la vida dulce y amable pues es lo menos que se merece la madre de sus hijos. Un mal matrimonio es peor que el infierno; pero uno bueno es el culmen de la felicidad. Ser el uno para el otro sin egoísmos y sin limitaciones, guardarse el respeto debido y una lealtad a toda prueba son la carta de navegación para poder cruzar las aguas, algunas veces procelosas del matrimonio. Busquen entonces que aquella persona que quieren los acompañe hasta que les toque el inaplazable viaje, sea leal. Leal en todos los aspectos. La infidelidad corroe cualquier relación.
No todo eran consejos. Había también una permanente vigilancia sobre el comportamiento y conducta de mis hermanas.
En el caso de que aceptaran recibir a algún amigo, era condición insalvable que informaran quién era el cachifo, cómo se llamaban sus padres, qué estudiaba y otras más, para poder conseguir se le diera el permiso de acercarse a conversar a la ventana cómo era la costumbre de la época.
Y en el caso de fiestas el horario era el de cenicienta, sin posibilidades de prórroga. Apelación a los infiernos.
La primera comunión
Vino luego la primera comunión, rodeada de una serie de preparativos que nunca entendí, los que estaban dirigidos a recibir al Dios hostia. Sería el día más feliz de mi vida, según Margarita Gaviria la señora que me preparó y por supuesto mi mamá.
Durante el tiempo de la preparación se me insistía en la obligación de no tomar alimentos de ninguna índole antes de recibir a Jesús Sacramentado y llegar con el alma blanca cómo un oso polar, aparte de que no podía morder la hostia porque la hostia era el cuerpo de Cristo. Y yo pensaba que si la mordía inmediatamente empezaría a salir sangre de mi boca. Todo ello fue para mí muy difícil, pues para esa época ya empezaba a soñar y a pensar en las descendientes de Eva y cosa inexplicable mi pequeño rehilete amanecía todas las mañanas tieso, lo que a pesar de no saber el porqué, yo consideraba un pecado mortal, y también durante el día, especialmente cuándo entraba a la cocina y veía a la criada, una moza campesina rubicunda y de abultadas formas.
Y llegó el día señalado. No tomé ningún alimento incluyendo agua y mi me engalanó cómo ha sido la costumbre, que aún impera. Al darme el sacerdote la hostia tenía el gaznate más seco que estopa y estuve cercano a cometer el gran sacrilegio de morder a Jesús Sacramentado. Por fortuna la suerte me acompañó y haciendo saliva logré pasarlo con gran contento pero con inmenso temor al imaginarme que sucedería si al llegar al estómago le diera por volverse realidad dentro de mí. Indudablemente estallaría en pedazos en plena Iglesia y me quedaría sin los anhelados regalos.
La verdad es que nada sucedió ni lo sentí cómo el día más feliz de mi vida. Fue un día cómo todos, pero si el más feliz, debido a que por primera vez me irían a dar un mundo de juguetes. Hasta ese momento la gran mayoría de los que tenía eran de fabricación casera. Cómo no recordar las catapilas fabricadas con carreteles de hilo de los que sobraban de la máquina de coser, a las que les hacíamos muescas en los bordes; por el interior que es hueco pasábamos un caucho y a uno de sus lados un pedazo de esperma para que se devolviera lentamente y en el otro un aditamento de alambre que permitiera enrollar el caucho, lo que hacía las veces de la cuerda en los juguetes más sofisticados. Al ponerla en el suelo empezaba a rodar cómo si fuera un tractor. Los rumbadores que hacíamos de tapas de gaseosa que poníamos en los rieles del tranvía y cuándo este pasaba las aplanaba quedando con un filo cómo navajas; les perforábamos luego dos huecos en la mitad y por ellos les atravesábamos una pita; para ponerlas en funcionamiento amarrábamos las pitas a los dedos índice y pulgar de cada mano, enseguida les dábamos varias vueltas y empezábamos a enrollarlos extendiendo las manos hacía los lados, de modo que al desenrollarse empezaban a sonar cómo cucarrones; tampoco podían faltar los carros de madera también made in home, fabricados con imaginación de niño, ni las irremplazables pelotas de caucho con números, las que aún hoy en día se ven en algunos pueblos; tampoco las perinolas, ni el tradicional aro. En fin una gama grande la mayoría de fabricación casera.
La fiesta no resultó cómo lo esperaba pues mamá la hizo en un asilo de niños pobres, los que al entrar entonaron en coro la canción que todos los oficiantes debíamos cantar al momento de nuestra comunión. “Ya llegó la hora dulce y bendecida, está es la mañana bella de mi vida”. Y el esperado día más feliz fue cómo uno cualquiera. La única ventaja que tuve sobre los demás niños fue que se me permitió repetir el bizcocho, en Bogotá ponqué. Sin embargo, recibí algunos regalos de la familia y unos libritos con pasta de nácar que servían para que el niño buscara el perfeccionamiento de su alma e imitara a aquellos que habían alcanzado la santidad cómo San Luis Gonzaga. Nunca los leí. Tenían laminas de ángeles. Hubiera sido preferible otro regalo. Ya para mí era imposible parecerme a San Luis Gonzaga pues mis prácticas de medicina me habían apartado de la pureza, requisito indispensable para la búsqueda de la beatificación y además porque mi vocabulario era de los más ricos entre los muchachos de mi edad. Competía con Guineo un loco que se desataba en toda clase de improperios cuándo se le decía así. (Guineo es el nombre de un plátano). Su verdadero nombre era Manuelito, y si alguien se atrevía a decirle por su apodo, recibía a más de las más bellas palabras del idioma una lluvia de piedras. Algún día papá aprovechando que estaba cerca de la casa, le dijo: Manuelito por qué no va a almorzar a la casa. Le anticipo que la sopa es de plátano. Inmediatamente el loco le respondió. Hay te vas arrimando gran hijueputa. Los adultos cuándo me veían me llamaban y me incitaban a que les dijera las palabrotas que sabía, carcajeándose de lo lindo. Y de pasó me enseñaban otras más. Cuándo me hacían dar rabia en la casa, las recitaba sin que se me olvidara ninguna. No valió ni el agua bendita que me obligaban tomar para que se me olvidaran.
Los ejercicios espirituales
Tampoco encontré la santificación a pesar de que años adelante cuándo estudiaba en el colegio de San Ignacio, realizábamos lo que se llamaba los ejercicios espirituales. Durante tres días nos dedicábamos a la oración y al arrepentimiento, con dormida en la institución en que se predicaban. Las horas de la noche las aprovechábamos para reunirnos en la habitación de alguno de los penitentes a contar historias de espantos y de muchachos y curas condenados que aparecían a la medianoche implorando clemencia por haber quebrantado lo que se les había advertido. Era tal el miedo que nadie se atrevía a ir a dormir al cuarto y amanecíamos enracimados cómo enjambres de abejas africanas. Para finalizar la purificación traían experimentados predicadores españoles, reaccionarios hasta el cogote, franquistas furibundos, anti-liberales, llenos de vicios, cuyo principal fin era aterrar a los muchachos narrándoles los suplicios del infierno y lo que nos sucedería si nos tocábamos nuestras vergüenzas cómo le decían a las partes pudendas, o con nuestras amigas o novias. Un beso con la novia era pecado venial grave y más de eso mortal, lo que equivalía a la condenación eterna. Hoy en día deben estar saliendo del infierno todos los que se condenaron en esa época, pues el Papá decidió acabarlo. A veces pienso ante quién se irán a quejar los perjudicados. Nunca nos predicaron sobre las relaciones homosexuales: supongo ya al pasar de los años, que estaban impedidos para hacerlo.
Era tal el miedo que nos infundían que no recuerdo uno sólo de los compañeros que no se arrepintiera hasta de los pecados que iba a cometer. Yo salía todos los años con él más firme propósito de vestir por la cabeza, antiguamente los curas se vestían por la cabeza cómo las mujeres, pero a los ocho días el demonio volvía a tentarme y a la salida de algún colegio lo veía vestido de colegiala de ojos verdes con pestañas crespas y arqueadas, peinado de trenzas, boca provocativa, sonrisa insinuante e incitadora y nuevamente decidía volverme aliado de Satanás, de sus pompas y de sus obras, cómo decía la renuncia que hacíamos al terminar los ejercicios de la buena muerte que así se llamaban. En definitiva Satanás se ganó la pelea y no me alisté en las filas de Iñigo de Loyola, en dónde años adelante se alistó mi hermano Juan Guillermo.
Lo anterior no quiere decir que no haya hecho algunos intentos de ingresar para estudiar de cura con los jesuitas. Antes de salir y al entrar a la casa mi me decía que era uno de los elegidos para aumentar las huestes de los que irían a buscar el martirio en la catequización de negros en el África o en la China y Japón. El ataque era frontal y desde varios flancos.
Nunca entendí por que mi quería que yo fuera bocado de una tribu de caníbales y no una sino varias veces soñé que era devorado por ellos. Definitivamente prefería otra clase de suplicios.
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La Guerra
Fueron pasando los años, vino la segunda guerra mundial y el racionamiento de ciertos alimentos cómo el azúcar, el arroz y todas las materias primas que se debían despachar para surtir los ejércitos aliados en su lucha contra el Eje. El caucho se volvió a precio de oro, la gasolina incomprable e imposible conseguir llantas para los automóviles. Y aquellos que ya las tenían las reencauchaban tres y cuatro veces y se ideaban toda clase de injertos para mantenerlas rodando. Conseguir repuestos tanto para los automóviles cómo para la maquinaria imposible, pues la industria de EE.UU. estaba en su totalidad dedicada a la producción de armas para mandar a los campos de combate. La escasez absoluta.
Nosotros heredábamos la ropa y zapatos de los que nos antecedían y estos a su vez de los mayores. Los vestidos de paño se volteaban en la sastrería de Misael Alvarez en Rionegro, las medías se zurcían dos o tres veces, los zapatos se remontaban. ¿Cómo quiere el arreglo? Con media suela y tacón de suela. No olvide ponerle carramplones. Los carramplones, los había de diferentes formas, hacían que al caminar, se produjera un ruido cómo si en lugar de zapatos se usaran herraduras. Toda la ropa se remendaba, nada se desperdiciaba. Era la economía del reciclaje.
En muchas casas se veía un aviso que decía: Se remallan medías. Eran las llamadas hoy en día medías veladas que también se reparaban y que las mujeres usaban con liguero. Aún no se fabricaban las medías pantalón. Y otro. Se venden cremas. Eso significaba que en esa casa habían comprado nevera un lujo para la época y que los muchachos o la mamá debido a la estrechez económica vendían helados. Cuándo compramos la primera nevera tuve la brillante idea de copiar el negocio y sin comentarle a papá ni a mamá puse el aviso en la puerta. Al llegar papá y ver una cola de muchachos al frente de una de las ventanas y el aviso en la puerta de entrada que no era más grande porque no había conseguido papel más extenso, por poco le da un infarto.
Con motivo del acto público o sesión solemne, por la finalización de uno de los cursos del Gimnasio Medellín, fui escogido para recitar " “Los caballos viejos". Me calzaron los zapatos de Tulio, el hermano de mamá y su ropa: Me la acomodaron cómo pudieron.
En verdad fui muy aplaudido, no sé si porque parecía un mamarracho o porque declamé con gran sentimiento. La poesía que aún la recuerdo, (se llama “ Los caballos viejos”) empieza así.
Por los callejones y las alquerías
que el sol ilumina de vivos reflejos,
recordando siempre sus mejores días,
pasan rengueando los caballos viejos,
llenos de amarguras y melancolías.
le sigue de moscas zumbando un enjambre
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La harina de trigo para amasar el pan venía en unas bolsas de tela blanca con la leyenda Harina Haz de Oro. Pues bien, esas bolsas servían para hacernos los calzoncillos y los pañuelos a los cuáles no estábamos acostumbrados. Aún montábamos en pelo y nos limpiábamos la nariz con el dorso de la mano o tapándonos una de las fosas y soplando con gran fuerza. Cuándo había gente cerca recurríamos a las puntas de las camisas cómo la manera más practica e higiénica. Aún recuerdo el sopapo que me dio mi cuándo me vio hacer eso. Los zapatos se sacaban en el almacén de José Castaño el principal zapatero de Rionegro. Chirriaban cómo una puerta metálica sin aceitar. Se decía que era porque se habían comprado al fiado. Durante la temporada de lluvias se deshacían porque la suela no era del mejor cuero y la base era cartón. Lo peor de todo era que se tragaban las medías, dando lugar a que cuándo algún muchacho quería exagerar el enamoramiento de alguna niña decía” está más tragada que las medías de Jaime”.
Pasan los años de colegio con lentitud insoportable y los días de vacaciones con celeridad alucinante. En nuestro cuerpo empiezan a verse las primeras señas de la pubertad. Se asoman los primeros bellos púbicos y el bozo empieza a cubrirse de pequeñas lanas que pronto serán hirsutos pelos negros. Ya somos hombres, y en lugar de rechazar a las mujeres cómo antes, salimos a buscarlas y cortejarlas. ¿Qué se le dice a una muchacha que nos gusta? Preguntamos a aquellos que creemos expertos en el tema. La respuesta es ambigua pues ellos al contrario de lo que imaginamos, tampoco han estado enfrentados a semejante situación. Sin embargo todo se va dando y vemos que algunas niñas acostumbran pasar muy frecuentemente por nuestro sitio de reunión y al cruzarse con nosotros el rubor sube a sus mejillas, caminan pegadas las unas a las otras y en lugar de palabras se oyen risitas nerviosas. ¿ Cómo iniciar conversación con ellas? No olvido la primera vez que sacando fuerzas que nunca pensé tener me les arrimé, pero no fui capaz de hablarles. Las acompañé hasta el portón de una de sus casas sin modular palabra. Llegué a la casa exhausto. Ni que hubiera jugado cinco partidos de fútbol seguidos. Esa noche no dormí. Estuve pensando muy seriamente en retirarme de esas lides pero el instinto ganó la batalla. Vinieron luego las recochitas cómo les decíamos que eran los bailes en casa de las amigas con música que se oía en el “toca discos.” De beber nos daban ron con coca cola y limón que se preparaba en una olla grandísima. Cómo la coca cola y el limón atenuaban el sabor del ron, la primera vez que lo tomé me amarré la más grande rasca. Me encontraron dormido en una bañera porque cuándo los demás comensales necesitaban ir al baño no podían entrar y la cola de muchachos esperando llevaba cerca de media hora. Tuvieron que conseguir un duplicado de la llave para poder abrir. Había vomitado hasta el ombligo. Cómo los bailes eran de día, la rasca fue cómo a las cinco de la tarde. Del complejo que cogí no volví a pasar por la calle en dónde estaba situada la casa. Así fuimos despertando a la vida de sociedad.
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La adolescencia
Allá en Pascacio Uribe, cómo dije anteriormente se desarrolló gran parte de nuestra niñez con los sobresaltos propios de la edad. Pasaban por allí todos los personajes pintorescos de la ciudad, cómo la Chupahuevos; Manuelito; Majija; la muñeca, y Guineo, a quién mencione anteriormente.
Chupahuevos era una viejecita que vivía en el cerro del Salvador absolutamente inofensiva, a la que le teníamos pavor. Vestía harapos y era muy querida por la gente. Le decíamos así porque siempre nos pedía de limosna un huevo.
Manuelito también de edad, subía todos los días por la calle Ayacucho, arqueado casi hasta el suelo, por el peso de dos canecas llenas de sobras de comida de los restaurantes (aguamása), cuya gracia era que al preguntarle la hora la daba con la exactitud del reloj, sin levantar la cabeza ni mirar a ninguna parte.
Majija, fue uno de los personajes que más lleno a la naciente ciudad. Vestía de frac y nunca usaba zapatos. Tenía unos pies inmensos. Sobre el se tejían toda clase de leyendas. Sufría de paladar hendido y labio leporino, defectos de los que hizo su modus vivendi. Se paraba a la entrada de los clubes, o los sitios elegantes de la ciudad, y al ver aproximarse a una persona de alguna representatividad, inmediatamente lo abordaba solicitándole un préstamo. Muy pocas veces salió defraudado.
La Muñeca, indefensa hasta la medula de sus huesos, era una mujercita cuya locura consistía en maquillarse en forma tal que parecía una de las actrices de la opera china. Solamente vestía prendas de épocas pasadas cómo el miriñaque y el guardainfante. Era la novia de los cantantes de moda en el mundo, y de los artistas de cine. Se decía que era de una familia tradicional, y que había enloquecido a causa de un despecho amoroso.
Aún resuena en mis oídos la tonada del caramillo de afilador.
Era un español, refugiado en nuestro país, a raíz de la derrota de los ejércitos Repúblicanos por las tropas del General Francisco Franco. Vestía siempre de overol azul y empujaba una carretilla que había adaptado para que le sirviera de taller rodante y poder prestar los servicios de amoladura que le requirieran. Afilaba toda clase de cuchillos y elementos cortantes, lo mismo que herramientas de trabajo. Mientras arrastraba la carretilla con la mano izquierda, con la derecha se llevaba el caramillo a la boca y hacía sonar la tonada para que las señoras o aquellas personas que requerían de sus servicios supiesen de su presencia. Era la aplicación perfecta de los reflejos de Pavlov. Cuándo le solicitaban los servicios, detenía la carretilla y unía la rueda principal a una más pequeña con una banda, las que a su vez movían un esmeril que utilizaba para realizar sus trabajos. Lo recuerdo también, cuándo los Domingos al regresar nosotros de pasar el fin de semana en San Pablo, por la carretera de Santa Elena, invariablemente lo veíamos bajar con varios perros cazadores y la escopeta al hombro.
De cuándo en vez arrimaban los gitanos. Cómo poder olvidar las largas y multicolores gochas adornadas con faralaes que usaban las mujeres y los zapatos de grueso tacón alto de vivos colores; sus profundas ojeras y sus grandes ojos morunos; las dos largas trenzas que les caían desganadamente sobre sus hombros. Eran delgadas de narices aguileñas, y caras enigmáticas. Al caminar mostraban un coqueto sandungeo imposible de olvidar porque a cada pasó, con sus pies golpeaban las coloridas gochas haciéndolas flotar al aire cómo si fuesen bailarinas de flamenco. Llegaban precedidos de la peor fama. Ladrones de niños y ladrones de todo lo que se encontrara al alcancé de su mano. Los hombres vendían cachivaches de cobre y las mujeres adivinaban la suerte. Ven Majo yo te leo el futuro y te doy felicidad. Eran los portadores de los misterios ancestrales y blancos permanentes de la perfidia y de la incomprensión humana.
En las noches siguientes a su llegada, me costaba gran trabajo conciliar el sueño, pues al cerrar los ojos veía a la más primorosa de ellas, una chaví calí que sensual y lasciva me extendía sus manos y agarrándome con suavidad me conducía a su campamento en dónde con dulzura me iba iniciando en los arcanos placeres del sexo; en los milenarios secretos de su raza que reposaban en vetustas arcas y en bien cuidados pergaminos, custodiados por descomunales guardianes dispuestos a ofrendar sus vidas en la delicada tarea a ellos atribuida; y en las arcaicas costumbres adquiridas a través de los siglos las que aún hoy en día permanecen invariables. Pasaba las noches en permanente agitación e incluso, muchas veces soñé ingresar a la tribu Cale y largarme a recorrer mundo.
LAS CATAS
Por esa época Bernardo y Eduardo hermanos de papá compraron una de las haciendas más bellas que haya conocido. Las Catas. Era mutatis mutandi un parque nacional, en dónde abundaba toda clase de aves y de mamíferos.
Las bandadas de patos eran tan grandes que muchas veces le hacían sombra al sol del poniente. Infortunadamente en esos tiempos no existía la cultura ecológica y se nos enseñaba a matar cualquier ser viviente que alegrara las verdes sabanas o las impenetrables selvas. Fue tal la carnicería, que motu propio resolví, cuándo tenía aproximadamente doce años, no volver a matar nunca más a esos seres que adornan y llenan la naturaleza con tan vivos colores y hacen que nuestra existencia sea más placentera. Me convertí en su defensor.
Recuerdo una cacería de venado. Se escogieron los mejores perros y se nos coloco a cada uno de los participantes en los lugares por dónde se suponía pasaría la presa en su veloz huida de la jauría asesina. Descargue el arma y me dedique a mirar y a rogar que se les escapara. Se escapo y esa noche dormí plácidamente.
Quedaba Las Catas en el Departamento de Bolívar, hoy Departamento de Córdoba, en las márgenes del río San Jorge. Por ser una hacienda de una cabida cercana a las siete mil hectáreas se necesitaba mucha mano de obra, para limpiar los potreros cuidar los ganados, arreglar cercas y fundamentalmente para derribar monte y sembrar pasto para llevar más reses. En cada hectárea de selva que se tumba en Colombia, para sembrar pasto, se alimentan a lo sumo dos novillos. No hemos tenido en cuenta el mal que les hacemos a las aguas y a todo el ecosistema y a nosotros mismos.
Si nuestra niñez fue colmada de acontecimientos gratos y bellos e imborrables, nuestra adolescencia lo fue mucho más.
No exagero al decir que Las Catas eran nuestro paraíso.
La primera vez que la visitamos fuimos en un avión Catalina, de doble función. Acuatizaba y aterrizaba. Llegamos al campo de aviación, de Ayapel, antiguamente llamado San Jerónimo del monté de Ayapel. Pueblo de libres fundado en 1.584 en los dominios del cacique Yapel, y en cuyas cercanías los esclavos cimarrones levantaron los palenques de Carate, Lorenzana, las Catas y otros. Algunos venían fugados de sus amos blancos desde Cartagena, y otros eran libertos que escogieron esas regiones porque el Gobernador Juan de Rodas Carvajal, así lo decidió.
El pueblo que aún existe, queda en las orillas de la ciénaga de su mismo nombre, famosa por su riqueza en saurios, aves y peces; solamente es comparable a los lagos africanos que permanentemente nos muestran en documentales de televisión.
Era la primera vez que viajábamos en avión. Todo fue un sueño, aún no he despertado, ni quiero despertar.
En esos tiempos todavía se mantenía un gran respeto para con los patrones, respeto que más parecía sumisión.
A los adultos y a los jóvenes y niños, nos llamaban los blancos, en forma genérica. Y cuándo alguien se refería a alguno en particular, le decía Don, no importaba la edad.
Por ser las Catas de las haciendas más antiguas, todavía se conservaban vestigios de las instituciones semifeudales de la época de la colonia. Recuerdo la tienda de la finca en dónde los trabajadores compraban su ropa y algunos de los elementos más necesarios para la subsistencia. Se les vendía sin utilidad de ninguna índole, pero en otras se les cobraba a precios astronómicos, de forma tal que al trabajador comprar al fiado quedaba alcanzado con la hacienda y muchas veces no podían cubrir sus acreencias con el salario que devengaba, quedando prácticamente esclavizados de por vida. Mientras no pagasen no podían dejar de trabajar en la hacienda. Se les llamaban tiendas de raya.
Existía también, no legalmente, los remanentes de la legislación española del derecho de pernada, el cual le daba derecho preferencial al dueño de la hacienda a desflorar las doncellas que nacían en el territorio de la misma. Sobra advertir que ninguna de estas costumbres insanas se practicaron en las Catas. Al contrario, mis tíos llevaron la justicia social de la época y mucho más, y cuándo algún trabajador caía enfermo, se despachaba a Medellín, en dónde Luis Carlos, también tío y médico, se encargaba de todo lo que fuere menester para su curación.
Para la alimentación de los trabajadores se sacrificaba una res quincenalmente: La comida consistía en carne, pescado, queso, arroz, yuca, ñame y suero, la que se extendía en grandes hojas de bijao, de dónde cada trabajador con una cuchara hecha de totumo se servia individualmente. La carne la comían con la mano. Era abundándisima: Todo lo que sé ofrecía era producido en la misma hacienda.
La de nosotros se adornaba con aves de corral y con la volatería que cazábamos, además de cerdo, que se sacrificaba cuándo llegaba la visita.
Conocí en las diferentes vacaciones muchos trabajadores, de los cuáles guardo imborrables recuerdos. Mis personajes inolvidables: el negro Mercado, Heriberto Zarante y Pedro Beltel.
Era el negro Mercado una escultura de ébano, ya bastante entrado en años. No le sobraba un gramo de grasa, y arrastraba tras sí la melancolía de su raza. Su mirada se perdía en lontananza en los momentos de charla en los corredores de la casona, soñando quizás en sus ancestros africanos. Siempre lo vi de buen talante y mostraba una predilección que no ocultaba hacía mí. Un filosofo nato y cómo tal actuaba. Era el capataz de toda la peonada.
Heriberto Zarante, un carpintero que solucionaba todas las averías que se presentaban en los motores y demás elementos de la hacienda.
Nunca después, he conocido a alguien con un sentido común cómo el suyo. No estudio, pero leía y escribía con gran fluidez. Aprendió el comportamiento de los animales en la selva basándose en la observación, lo que lo llevó a que cómo cazador y cómo pescador no tuviera rivales. Era un pozo de conocimientos adquiridos en la lucha por la vida. Lo que más me impresionaba era que nunca había viajado a ciudad o población importante en dónde hubiese visto el funcionamiento de los motores o le hubiesen enseñado a leer planos para fabricar con la destreza que lo hacía desde una casa hasta el mueble más sofisticado. Aprendió por ciencia infusa. O heredado en su A.D.N. En San Pablo aún se pueden ver dos sillas fabricadas por el.
Pedro Beltel, jefe de los vaqueros, un joven audaz, a quién yo miraba cómo súper hombre, por ser habilísimo en lanzar el lazo y la doma de potros, lo mismo que en el manejo y curación de reses. En las épocas de fiestas en el pueblo, vestía sus mejores prendas, montaba el caballo más bizarro y se iba a enamorar las doncellas. Un autentico Don Juan.
Las fiestas eran el pretexto para que la gente se emborrachara hasta perder el sentido. La principal diversión eran las corridas de toros. Cada hacienda prestaba los ejemplares más bravos. Se afirmaba que las fiestas eran mejores mientras más muertos hubiera. No muertos por reyertas entre los asistentes, sino por las cornadas propinadas por la torada, pues a la arena soltaban no uno, sino cinco y hasta diez a la vez, y todos los borrachos se lanzaban al ruedo a capotearlos. Ocurría que cuándo alguno de ellos estaba citando con el poncho a uno de los muchos que había en la carraleja,----no usaban capotes,----- por detrás lo empitonaba él más bravío. Él público los entusiasmaba y advertía, y permanentemente les gritaba. “Acuérdate de la peraleja.” La peraleja es un árbol que se ve únicamente a la entrada de los cementerios.
De todas a las que tuve ocasión de asistir, la que más me impacto fue la de Rusia, pequeño poblado situado en las márgenes del Río San Jorge. Fueron bastante divertidas, porque hubo siete muertos. Y también porque se garrocharon algunos. La garrochada era o es, porque aún hoy subsiste, un remedo del rejoneo, que en lugar de usar elegantes rejones, usan garrochas, especie de rejón, fabricado por ellos mismos.
Durante las vacaciones nos dedicábamos a las faenas propias de la hacienda, que consistían en inventariar los ganados, curarlos, caparlos, herrarlos y arrearlos para distribuirlos en los distintos potreros, de acuerdo a su edad y peso. Otros días los dedicábamos a la pesca y la caza.
El Río San Jorge era famoso por su riqueza ictiologica. No exagero al decir que no una, sino muchísimas veces, vimos sacar a las playas lances de chinchorros en que venían más de cuarenta bagres del tamaño de un muchacho de doce años.
El gran pescador era Luis Fernando, y cómo cazador era aún mejor. Siempre viajábamos en compañía de Antonio Pardo, primo nuestro con quién Luis Fernando mantenía y aún mantiene una estrecha amistad.
Se cazaba venado, caimanes, babillas, chigüiros, y todo lo que se nos atravesara por el camino. El summun de la irracionalidad.
Los tíos, solterones ellos, mantenían cerca de cuarenta gatos negros en los patios de la casa, los que se alimentaban con leche recién ordeñada, al igual que una inmensa jauría de perros de distintas razas, especialmente cazadores.
Decían que los gatos eran para mantener limpios de culebras los alrededores de la casa. Y en realidad, los gatos las cazan atontándolas con golpes de gran rapidez, a la cabeza.
Frente a la casa, construida cómo todas las de la región, de madera y anjeada por todos los costados, estaban los corrales en dónde se desarrollaban los trabajos propios para el manejo del ganado. A muy temprana hora empezaba el ordeño, y entre los trinos de los pájaros que dormían en los patios arbolados de la casa, el canto de los gallos, los maullidos de los gatos, el bramar de los terneros llamando a sus madres, el ladrido de los perros y las imprecaciones de los ordeñadores, abríamos los ojos al nuevo día.
El dolor más grande era cuándo se empezaba a aproximar el regreso. Ojalá me enferme, ojalá no salga el avión. En fin solicitamos al cielo nos hiciera el milagro de poder quedarnos. Nunca se dio.
Las vacaciones en la hacienda, hicieron que me enamorase del campo, y pensase sólo en terminar mis estudios de bachillerato, para irme a trabajar en alguna de las otras haciendas que Bernardo, tenía en el Departamento de Córdoba.
En efecto así lo hice, pues al terminar el bachillerato líe mis bártulos y me fui a trabajar a la Alsacia, fundo que queda en el municipio de Pueblo Nuevo. Eso hace parte de otra narración.
Nuestras vacaciones eran siempre una caja de sorpresas. Si llegábamos en la época de las lluvias, llamadas también invierno, los paseos se hacían por agua, en canoas de las cuáles había una gran variedad en la hacienda. Las canoas o barquetas se fabricaban de inmensos cedros o robles cuyos troncos se iban desbastando poco a poco con un instrumento llamado azuela. Las había muy marineras y otras celosas. Celosas eran aquellas que al navegar se movían de babor a estribor permanentemente.
Por el efecto de las lluvias, los caños y quebradas afluentes del río San Jorge, arrojaban a su cauce millones de metros cúbicos de agua, las que a su vez hacían que este se saliera de madre inundando todas las tierras aledañas a sus orillas.
Eran espectáculos arrobadores. Para esa época se recogían en el inmenso lago que se formaba por las inundaciones, miles y miles de aves de todos los tamaños y colores, la mayoría inmigrantes de los más remotos lugares Los viejos gigantes de la selva que resistieron el golpe del hacha predadora, servían de posada a las transitorias visitantes, cubriéndose de matices multicolores. Se podía observar, a lo lejos, un inmenso ramillete de las más bellas flores de rojo carmesí, o un gran copo de alba nieve. Brotaban también de las tierras inundadas, ramilletes negros, entre los cuáles se destacaba una inmensa flor blanca y roja, su respetado rey; esperando el momento en que flotara el cadáver que les serviría de alimento y que él, por razones atávicas, debería ser el primero en saborear el convite. Solitario coronando un gran muñón que el fuego no pudo destruir, el inmenso garzón soldado.
A medida que la canoa avanzaba por entre los tarullales, eclosionaban cómo salidas del fondo de la inundación, bandadas de pequeños patos llamados pizingos y barraquetes, revoloteando en círculo a ras de tierra y a gran velocidad los segundos.
De repente se oía el chapotear de los ponches o chigüiros, en afanosa carrera, buscando alejarse del peor de sus enemigos. Nosotros. Y en los sitios despejados, asomando sus dos ojos y la punta de la nariz, las babillas o los caimanes, y por entre los jacintos acuáticos, las bocas de los bocachicos, cómo si estuvieran implorando clemencia al cielo.
Ya para el caer de la tarde, el cielo empezaba a vestirse con aquellas que en la mañana habían volado a otros sitios a buscar su sustento. Bandadas de todos los tamaños y plumajes. Maravillaba ver las de los patos reales, las que al pasar cerca de la canoa dejaban oír su aletear y rítmico parpar. Eran soberbios y bellos.
Las coloridas guacamayas y gonzalos siempre emparejadas, y las parlanchinas loras, con su corto vuelo, remedando los sonidos de algunos de los habitantes de la selva.
Así entre un concierto de trinos y el lento despertar de los animales que viven durante la noche que son la mayoría, regresábamos asoleados y fatigados a buscar cobijo y un lecho en dónde yacer.
Siempre se nos tenía una apetitosa cena, e inmediatamente después de ingerirla, pasábamos a nuestras habitaciones en dónde dormíamos en catres llamados de tijera, hechos con las pieles de las reses que se sacrificaban para alimento de la peonada, o con lona blanca traída de Medellín, los que estaban cubiertos con mosquiteros elaborados con una fina tela para protección de los zancudos.
Al terminar la temporada de lluvias, las aguas lenta e imperceptiblemente empezaban a alejarse, dejando el limo bienhechor, cómo regalo a los pastos que por efecto de la inundación se habían marchitado, e inmediatamente empezaba a brotar la primavera.
Muy contrario a lo que se nos muestra hoy en día en la televisión y en los demás medios de comunicación, los pobladores ribereños manejaban las grandes avenidas de las aguas, en la misma forma cómo sus ancestros las habían manejado secularmente. Al lado de cada rancho se veía siempre la infaltable canoa y en una troja hecha de palos redondos guardaban las aves de corral y los cerdos. El peor peligro eran las culebras, las que al empezar las aguas a invadir las tierras, buscaban refugio en los sitios más altos. Las inundaciones duraban muy poco tiempo.
En alguna ocasión en que acompañaba a Bernardo a comprar ganados en una zona inundada por uno de los caños vecinos, los vendedores nos invitaron a disfrutar de un suculento sancocho de gallina. Por entre las aguas y con estás dándole a la barriga a los caballos, llegamos al lugar de la invitación. Era un rancho típico de la región al que la inundación le llegaba a unos cien metros. Descabalgamos y nos sentamos en rústicos asientos de madera a esperar el convite. En la parte de arriba del rancho había un zarzo, de dónde nos llegaban unos débiles quejidos, pero que por estar en casa ajena no nos atrevíamos a preguntar a que se debían. Una mujeruca atizaba el fogón de tres piedras que se había armado sobre un poyo construido con barro y sobre el cual despidiendo el más rico aroma se encontraba la olla del sancocho. Mientras las diligencias culinarias se terminaban, los anfitriones e invitados conversábamos de los invariables temas que siempre se ventilan en el campo: Cuándo cederá la inundación; la vaca Coneja, estaba preñada y malparió; después de la inundación llegara el verano, que promete ser más severo que el de hace cinco años, que acabó con todas las cosechas y tuvimos que malvender los ganados; la semana pasada, mano tigre mato dos reses y se le está montando la cacería; en fin todo lo propio de la vida bucólica. Cuándo estábamos en esas, salió de uno de los rústicos cuartos que tenía la vivienda, un espantajo con figura de vieja, y volteando hacía los hombres que nos acompañaban y que eran los que nos habían invitado, dijo a viva voz, dirigiendo su mirada hacía el zarzo, bajen al viejo que aún no ha cagado. Inmediatamente uno de ellos se levanto, y sin tener en cuenta nuestro asombro, desato una cuerda amarrada a uno de los horcones que sostenían el rancho, y con gran suavidad fue bajando a un anciano decrépito, de piel apergaminada, ojos hundidos color de muerte, desdentado, y al que la mandíbula inferior le sobresalía notoriamente de la superior, sentado en una burda silla de madera, amarrada a una garrucha. Inmediatamente dos de los concurrentes lo llevaron a un lado de la casa, y minutos después lo volvieron a pasar por dónde estábamos nosotros. Para entonces el viejo traía una cierta sonrisa de satisfacción. Procedieron a amarrarlo nuevamente a la silla volviéndolo a subir al zarzo.
Y cómo es la cacería de tigres, tímidamente pregunte.
Hoy en día es muy diferente. Los “antíguanos” los enfrentaban con lanzas. Ellos los buscaban, pues abundaban cómo la maleza, los retaban y cuándo el tigre saltaba para atacarlos, lo recibían en la lanza. Ese si era un juego de machos. No cómo ahora.
Ahora, cuándo el tigre mata una res, la arrastra y la esconde dentro del monté, para regresar a comer los restos cuándo lo acosa el hambre. Nosotros le seguimos el rastro, y en el lugar en dónde la escondió hacemos una troje de madera, a unos tres metros de altura, y nos encaramamos a postearlo desde las seis de la tarde, hasta que llegué a comer. No se puede conversar, ni fumar. Hay que aguantarse las picaduras de la plaga, mosquitos, porque si hace el menor ruido no aparece. Algunas veces, mano tigre, olisquea el olor a hombre y no arrima. Permanece uno prácticamente cómo una estatua, hasta que oye el ruido de hojas y parando la respiración aguanta hasta que lo siente comer, prende la linterna y dispara. Todo ocurre en fracción de segundos.
Para el verano los paseos cambiaban radicalmente. Se realizaban a caballo, y en su gran mayoría estaban dedicados a las faenas propias de la finca.
Desde muy tempranas horas cabalgábamos hacía los diferentes campamentos para regresar casi al anochecer. Algunas veces llevábamos avío preparado por las mujeres del servicio. Exquisito. Era para uno chuparse los dedos. En otras ocasiones nos preparaban un apetitoso sancocho, con las piezas cazadas durante el trayecto al campamento o con los pescados que habíamos sacado, sin faltar nunca una gorda gallina. Y por supuesto, después de este, el almuerzo, la infaltable siesta de Bernardo, acompañada de ronquidos y pedos, de lo que nos reíamos a soto voce.
Cuándo no estábamos trabajando, salíamos a cazar o a cabalgatas a los diferentes campamentos. Las más frecuentes eran al Garcero, llamado así por las innumerables bandadas de garzas que allí había. Tenía también este campamento un numero apreciable de túmulos, sepulturas indígenas que en lengua Quechua se dicen Catas, de dónde probablemente la finca derivo su nombre. Nunca vi por parte de los tíos, a excepción de Rafael, interés en abrir alguna de ellas, ni tampoco les oí comentarios sobre las culturas aborígenes que habitaron esa región. Con el tiempo y a través de lecturas me entere de la riqueza cultural y material de sus aborígenes llamados Caribes, cuyo Cacicazgo Senu, estaba repartido en tres, Finsenu, Pancenu y Cenufana: Después de fundar a Cartagena Don Pedro de Heredia y su hermano Alonso, siguieron hacía el sur, llegando a los dominios de la Cacica Finsenu, en dónde encontraron que era un santuario general de la comarca y cementerio. Heredia dispuso que sus soldados saqueasen todos los túmulos que estaban marcados por eminencias de tierra y algunos los más antiguos con ceibas que sobre ellos habían plantado. Cómo botín obtuvo ídolos de madera enchapados en oro y gran cantidad de joyas de invaluable valor.
Avivada la sed del conquistador con esos ricos hallazgos decidió llegar a las tierras dónde el oro se producía; dejó a Finsenu que se extendía hasta la hoya del río Sinu, y se dirigió más allá de San Jorge a dónde estaban los Pancenues con el intento de pasar a Cenufana dónde hoy están las poblaciones de Zaragoza y Remedios, sobre el río Nechi que era la zona dónde ese oro provenía, cometido que no pudo cumplir por la resistencia que pusieron los pobladores en especial el Cacique Yapel o Ayapel.
Cabalgábamos de regreso cuándo empezaba el cielo a tachonarse de estrellas y los luceros aparecían brillantes señalándonos el camino. Era una inmensa fila india de cabalgaduras, todos en silencio, el que solamente era perturbado por el bramido del toro dominante, llamando a su vacada para que viniera a reunirse en el rodeo, única forma de poder garantizar su seguridad frente al ataque asesino de las fieras carniceras; los tigres y los Pumas. Y de pronto a lo lejos cómo por arte de magia unas pequeñas luces y el ruido acompasado de un motor a gasolina que nos indicaba que estábamos llegando y que se acababa un día más en nuestras vacaciones y otro más en nuestras vidas.
Invariablemente, siempre que veía las luces, recordaba la letra de un bambuco que dice “ Luces que se ven de lejos en la oscuridad distante y alumbran al caminante con sus pálidos reflejos”. Aún hoy, pasados tantos años, al recordar los episodios del regreso del Garcero, se me viene a la mente la letra del bambuco, lo mismo que el ruido de las pisadas de los caballos al atravesar el puente de madera sobre el caño Las Catas, para poder llegar a la casona de la hacienda.
Algunos Sábados y Domingos reposábamos de las jornadas de la semana, y además porque los tíos no se podían mover de la casa por ser días de pago, lo que se aprovechaba para conversar con los administradores de los distintos campamentos en que estaba dividida la finca. En un Domingo de esos llegó Liberato, el curandero de la región, de gran fama y muy respetado por sus curaciones. Cuándo conversaba con uno de los tíos, este le pregunto dónde había adquirido sus enseñanzas, respondió que a través de secretos transmitidos por sus antepasados y en un librito que guardaba con gran cuidado en el carriel, sin permitirnos tocarlo. A la pregunta de sí se le morían muchos pacientes mordidos de culebra, respondió que solamente el diezmo, que era lo que se le debía pagar a las fuerzas que lo ayudaban en su tarea de curandero. Nunca supimos a cuanto ascendían los diezmos.
Los preparativos del regreso tomaban mínimo dos días porque era imprescindible llevar a todas las familias pescado, y frutos de la tierra. Además del pescado salado, llevábamos arroz, carne cecina, queso, totumas, sandías y toda clase de frutas, si faltar uno que otro loro o mico, lo mismo que una pequeña tatabra.
En uno de los viajes de regreso muy de madrugada, serían las cuatro y media de la mañana cuándo la larga caravana cruzaba el caño la Bolaños, de repente se ilumino la noche, cómo si hubiese amanecido y a lo lejos en el firmamento se vio una inmensa bola de fuego que caía raudamente. Los pájaros empezaron a trinar, los micos a corretear por los árboles y hasta un perezoso empezó a movilizarse. Todos los habitantes de la selva se despertaron. De repente se hizo nuevamente la oscuridad y seguimos nuestro viaje con la tristeza del regreso. En un campamento llamado Caño Mocho uno de los trabajadores nos dijo que el objeto había caído lejísimos y que él había alcanzado a oír el ruido. Nunca se supo que fue.
PASCACIO URIBE
QUE LINDA ERA MI CALLE
Por ser el Medellín de los años cuarenta una ciudad de aproximadamente trescientos mil habitantes, sus gentes identificaban algunas veces lo que hoy en día es el barrio, con el nombre de la calle en que vivían. Nuestra familia en los primeros años vivió siempre arriba de la Plazuela de San Ignacio, en diferentes calles, sin embargo de la que más gratos recuerdos guardo fue Pascasio Uribe. Pascasio, cómo le decíamos, era el polo de atracción de toda la muchachada de las calles vecinas e inclusive de otros barrios más alejados, lo que hizo que en ella se reuniesen personajes de todos los pelajes. Allí se podían hallar los eternos sabihondos que haciendo gala de erudición nos relataban sus experiencias, las que escuchábamos boquiabiertos y a quiénes soñábamos con imitar. Sus narraciones siempre iban precedidas de “ todo lo que les estoy contando es fruto de las muchas aventuras que he vivido”. Experiencia que les había dado ya “su larga vida, catorce o quince años”, según ellos, de intenso trajinar. Así nos fueron introduciendo en los más arcanos secretos de la vida cotidiana, tales cómo, la forma de abordar a las chicas que nos atraían, o las eruditas e inacabables instrucciones sobre el amor y el sexo en todas sus manifestaciones. Haciendo corro en torno a ellos un enjambre de párvulos obnubilados con sus historias anhelantes y sedientos por imitar su ejemplo. La calle fue nuestra universidad, sin muros, sin horarios, sin maestros, ni restricciones; no teníamos que desarrollar tareas ni trabajos, nos enseñaba únicamente lo que nosotros queríamos aprender. Era tolerante al máximo con nuestras debilidades y comprensiva de nuestras inquietudes. Jamás mi calle me reprendió por dar rienda suelta a mis sentimientos, no importara la forma cómo los expresara. Me fue mostrando poco a poco, las distintas facetas de la personalidad humana, las trampas y dificultades que debería superar a medida que la vida corriera, y la forma de salvarlas, e hizo que grabara con sangre, aquellos conocimientos y experiencias que tanta falta hace para rebasar los escollos que se presentan en el curso de la misma. En ella aprendí de lo bueno y de lo malo. Me descubrió los secretos que mis padres me habían ocultado con tanto sigilo. Era solaz en los momentos difíciles y cómplice de los momentos felices. A mi calle debo las sutiles enseñanzas que me guiaron para salir airoso en aquellos momentos en que la educación recibida no podía ayudarme.
Mi calle me dio las normas para distinguir al avivato y las pautas para rechazar sus requerimientos. Me enseñó de la prudente desconfianza que se debe tener frente a aquellos que con las más grandes zalemas o con palabras seductoras se nos acercan haciéndonos creer que es por aprecio y admiración.
En ella conocí el primer amor y supe del infinito dolor que causa el no ser correspondido.
Hice mis primeros amigos y tuve las primeras riñas y peleas. En mi calle sabíamos al instante todo acontecimiento de importancia en el barrio e inclusive en la ciudad, éramos las antenas vivientes y los encargados de divulgarlos. Conocíamos hasta el detalle las intimidades de las familias y éramos críticos acérrimos de todos aquellos que a nuestro entender se salían de los cánones éticos conocidos. En ella practicamos los principales deportes; aprendimos a juzgar con ecuanimidad los acontecimientos que se sucedían cotidianamente: Era la democracia perfecta pues reunía la muchachada más disímil y todos sin excepción podíamos participar en las discusiones y en las decisiones que se tomaban, en igualdad de condiciones; no importaba la edad; el color; o la posición social que ocupara la familia. Todos opinábamos en igualdad de circunstancias. Siempre fue generosa y prodiga con sus enseñanzas, porque a más de los sabihondos y los avivatos, no faltaban aquellos que nos fueron despertando inquietudes cómo la política, las artes la música etc. Tampoco escaseaban aquellos que desde esos tempranos años mostraban su proclive inclinación al delito, mientras que otros dejaban ver que con el pasar del tiempo, escalarían posiciones desde dónde le servirían con desinterés y entusiasmo a la sociedad y al país. Allí hicimos los primeros amigos y empezamos a despertar a la adolescencia, allí conocimos el acíbar característico de las penas y el dulce sabor de la transitoria felicidad. Afortunadamente la vida nos dio el privilegio de conservar a nuestros padres y nos escondió el dolor de la muerte temprana de los seres queridos. Solamente al pasarnos de barrio se desato el dolor. Antes él más profundo desgarramiento conocido, provenía de la muerte del perro adorado o del conejo mimado. Todo era felicidad o al menos así nos lo hacían ver nuestros padres.
Las casas eran de construcciones que en su mayoría databan de fines del siglo XIX o principios del veinte. Las más antiguas tenían portón falso que era el sitio por dónde en años pasados entraban las cabalgaduras hasta un inmenso solar a dejar las mercaderías que transportaban desde otros lugares. Sus salones y habitaciones inmensos con un pequeño patio en la parte delantera. Ya para mi época no eran comunes, sin embargo nos toco vivir en dos de ellas.
En la ultima se dio el milagro de la vida. Antes nosotros o al menos yo, no entendíamos cómo llegaba un nuevo miembro a la familia, e inclusive ni nos percatábamos que nuestra mamá estaba embarazada y su vientre se abultaba con el pasar de los días.
Pues bien, un día común y corriente creo recordar fue un Sábado, se me envío a la calle con cualquier pretexto. Al regresar encontré la casa llena de arrullos, de mimos y corretear de mujeres. Había nacido Juan David. Un Medico gordo y mulato, fue el encargado de desenvolver el regalo.
Todo fue felicidad. Cómo apareció. No lo entendíamos. Especulábamos y a veces sospechábamos, pero no queríamos creer que un ángel cómo él hubiese nacido en forma distinta a la cómo sabíamos nacen los ángeles. Simplemente apareciendo en la cama al lado de la madre.
Con el tiempo se convirtió en el cancerbero del dinero que guardaba celosamente papá en un mueble que llamábamos el bar. Era absolutamente incorruptible y nunca quiso aceptar las propuestas que Luis Fernando y yo le hacíamos para que se sisara unos cuantos pesos, para comprar balas de la U, para la carabina que utilizábamos en la cacería de torcazas. Cómo respuesta a nuestras propuestas sólo recibíamos una sonrisa. Me queda si la duda, sobre si el alguna vez se pago unilateralmente los servicios de canserberia. Nunca lo vi con afugias económicas.
Para festejar tan bello acontecimiento me fui con mi intimo amigo de esa época Mario de Bedout, a una heladería enfrente del teatro Buenos Aires, a tomar leche malteada y comer chorizos. Agarre una indigestión que casi me lleva a reemplazar al ángel recién llegado.
No recuerdo exactamente pero creo fui su padrino de bautizo.
Mientras él crecía, nosotros concurríamos cómo dije anteriormente a la calle, sitio de reunión y la principal escuela de aprendizaje de toda la muchachada: Intercambiábamos desde nuestros incipientes conocimientos sobre sexo, hasta las profundas frustraciones de amor, al no haber podido conseguir que la vecinita de ojos negros y tristes, cuyo nombre nos tatuábamos con gran delicadeza en el dorso de la muñeca, no nos había dado ultimas,--forma de mostrar que le gustábamos -- pues cuándo pasaba a nuestro lado y unos metros adelante volvía la cabeza para mirarnos eran señal inequívoca de que estaba “tragada” de nosotros. En ellas se jugaba fútbol, se sostenían largas tertulias en las que no podían faltar las exageraciones de las aventuras vividas en la época de las vacaciones, y de la importancia de los amigos que recientemente habíamos conseguido. Se hablaba mal de las barras de otros barrios porque eran unos ladrones, usaban puñaletas o porque no iban al colegio: muy pocas veces del estudio. Jugábamos bolas o canicas de una calle a la otra; tirábamos los trompos que con gruesos troncos de guayabo conseguidos en los potreros aledaños- Medellín- aún no se había extendido, - nos fabricaba Canuto en su taller artesanal. Canuto viejo puto que hace un trompo en un minuto, era nuestro estribillo al salir cantando del taller con el anhelado juguete y que desde el momento en que nos lo entregaba enrollábamos con el cordel que guardábamos en uno de los bolsillos en los que se encontraba toda una miscelánea de las más extrañas cosas. Bolas de cristal, cucarrones muertos, ovillos de hilo, plumas de pájaros, restos de lápices, anzuelos, ranas y la infaltable cauchera.
Haciendo caso omiso de la gente y del trafico de los vehículos, empezábamos a jugar una partida hasta llegar a nuestra calle.
Armábamos los globos y las vacas, así llamábamos a los más grandes para llevar en diciembre a elevar durante la época de la novena, y con los más expertos fabricábamos las cometas destinadas para los vientos de Julio y Agosto. De cometas únicamente fabricábamos un sólo modelo, el que adornábamos con calaveras y zumbadores, e incluso en el final de la cola hecha de tiras de trapos viejos camuflábamos cuchillas de afeitar para que, cuándo la de nuestros rivales pasara en su libre vuelo cerca de la nuestra, las cuchillas le cortaran la pita que sostenía en sus manos el muchacho que la elevaba y se viniera a pique. Así se ganaban las guerras de las cometas. A más que los dibujos de las calaveras y los zumbadores les provocarían pánico a los rivales y se retirarían.
No faltaban en esos sitios aquellos individuos de inclinaciones diferentes a las nuestras.
Llegaba uno ya adulto, llamado Pompilio, de constitución tísica, rostro enjuto, nariz corva cómo el pico de un aguilucho, pálido cómo una vela de esperma y que invariablemente vestía de negro; frecuentemente lo veíamos parado en una de las esquinas de la calle en acecho de su presa, parecía un espanto salido de lo profundo de las noches de Drácula. La forma de atraer a los muchachos era regalándoles pequeñas hélices de avión que él tallaba primorosamente en madera. La condición única y fundamental, era que para hacernos merecedores a una de ellas, teníamos que sacársela del bolsillo. Cuándo metíamos la mano en busca del anhelado tesoro, en lugar de encontrar la dureza de la madera tocábamos un cuerpo flácido. Lo desterramos.
Llegó entonces la gorda Nanda, vecino nuestro y unos pocos años mayor que los de nuestra barra; era gordo cómo su sobrenombre lo indica y nació con el hipotálamo casi invisible: Usaba unos pantalones de tela delgada que dejaban ver al caminar, el oscilar de su nalgatorio, sin envidiarle nada a cualquiera de aquellos que ofrendan a Ganímedes.
Su estrategia consistía en invitarnos a montar en el tranvía cuyo motorista se llamaba Eduardo Uribe. Nos narraba cuentos de cisnes y durante la narración nos mostraba una estampilla de la maja desnuda de Goya, ya bastante ajada por el uso, sin valor numismático, y laminas de mujeres semidesnudas. Hasta ese momento la única lamina pornográfica que yo conocía era la de la sota de bastos de la baraja Española, a la que miraba de reojo para no cometer pecado mortal. A medida que avanzaba en el cuento, y cuándo sentía que nuestra respiración sé hacía más rápida y entrecortada, nos ponía la mano en uno de los muslos, y con gran sutileza iba sobando lo que él llamaba la cabecita del cisne. Afortunadamente en el momento que empezó a agarrar la cabecita de mi cisne, llega la luz y el tranvía reemprendió su marcha nuevamente.
Le conté a Luis Fernando quién ya conocía de sus andanzas y le dimos el castigo que se merecía.
Fuera de la estrategia del tranvía usaba los ascensores y cualesquiera clase de vehículos que se le atravesaran en el camino. Cómo sabia manejar los primeros a la perfección, invitaba a los muchachos a que lo acompañaran a llevar una encomienda a un edificio de apartamentos que era de los primeros que tuvo ascensores, y cuándo estos subían o bajaban, se daba las mañas para que el aparato se dañara; a más de las madres incautas, pues se ganaba la confianza de ellas, y ellas le entregaban sus muchachos para que los llevara a Cinelandia un pequeño teatro situado en la calle Junín, lugar predilecto de los amantes de los efebos.
Casi acaba con la muchachada del barrio.
Cerca de nuestra calle vivía un repentista famoso que acostumbraba componer décimas a los personajes de turno. Un día cualquiera al bardo pasar cerca del teatro Colombia, sitio preferido de Nanda para sus cacerías, y en dónde tenía por costumbre pararse a la entrada a lamerse un cono haciendo toda clase de piruetas con la lengua, se lo topo el juglar. Al Nanda verlo lo encaro, diciéndole.
Poeta, tu le has compuesto décimas a todo el mundo menos a mí. El bate le contesto. Ya. Y le soltó está:
Por nada puedo cambiar
de mi vivir lo agradable.
Ya Nanda con voz amable
susurró en quedo cantar.
La vida es para gozar
de todo grato placer.
Cómo hombre, cómo mujer.
Porque de la vida al cabo,
Lo mismo es meter el palo,
que dejárselo meter.
Los años me hicieron caer en la cuenta de lo precozmente famoso que era a pesar de su corta edad, por los muchos sujetos ya mayores que permanentemente aparecían en el barrio y de los cuáles era “amigo intimo”.
Pasado el tiempo llegó a ser un joyero famoso y pionero del narcotráfico. Murió asesinado en su mansión del parque de Bolívar de Medellín.
Antes de vivir en la calle Pascasio Uribe vivimos en otras más en la misma zona. Yo nací en una calle cerca del barrio Buenos Aires, en una casa que por ser construida en un terreno irregular se llegaba por escaleras exteriores. Una prima e intima amiga de mamá decía que al momento de yo nacer ya tenía dientes y bigote. Mamá me contaba que en alguna ocasión, se llevó tremendo susto al regresar a la habitación y no encontrarme. Me encontró debajo de la cama. Nunca se supo cómo llegué allí. Y la segunda vez que me desaparecí me encontraron arriba de un escaparate. Decían que habían sido las brujas.
Vivimos luego en una casa cerca del Parque de Boston. Recuerdo cuándo que siendo muy niño de tres o cuatro años rompí un florero y una lámpara que mamá cuidaba con gran celo.
De esa época tengo muchos recuerdos, pero el que me viene a la mente, es el que estando en la cuna veía filtrarse los rayos del sol por entre las hendidas de la ventana y en los rayos bailaban partículas pequeñísimas de polvo. Pasaba todo el tiempo observando y tratando de agarrar los rayos del sol.
Nos mudamos nuevamente a la calle Pichincha, a una casona con un inmenso solar por el que pasaba un riachuelo que servia de receptáculo a las aguas negras de una de las partes altas del barrio. Tenía un ciruelo, matas de achiote y otros árboles más. Uno de nuestros pasatiempos favoritos era disfrazarnos de Indios, pintándonos con el rojo de achote la cara y salir desnudos a la calle remedando los Indios. Algún día papá adelantó su llegada a la casa y encontró el bello espectáculo en la calle. Sufrimos por supuesto la reprimenda de rigor. Al muy poco tiempo de estar viviendo allí, nos mudamos a Pascasio Uribe en dónde prácticamente pasamos toda nuestra niñez y parte de la adolescencia.
El Bachillerato
Para la época en que viajamos por primera vez a las Catas, ya habíamos terminado nuestros estudios en el Gimnasio Medellín e ingresado al colegio de San Ignacio. En ese colegio empezó mi vía crucis estudiantil el que casi no termina. Recorrí los principales colegios de Medellín hasta que llegué al Jorge Robledo a cursar cuarto de bachillerato y allí termine. Muchos años después fui comisionado por la Ministra de Educación para entregarle la medalla Simón Bolívar al rector del colegio y escribí las siguientes palabras que resumen mi estadía en ese plantel.
Siempre he creído, que una de las más bellas palabras del idioma español es evocar.
Son tantas sus connotaciones que nos tomarían muchísimo tiempo describirlas. Hoy por ejemplo está convocatoria tiene un precioso y preciso interés. Evocar nuestros años juveniles y a través de esa evocación agradecer y celebrar con el maestro de juventudes, la presea que con paciencia, sabiduría y fortaleza supo ganar al enrumbar nuestros anhelos y hacer que le demostrásemos a la sociedad y a nuestros seres más queridos, que éramos capaces de cumplir con las esperanzas que fincaron en nosotros y que al hacernos hombres de bien, no olvidáramos tampoco, la gratitud debida a ellos.
Evoquemos también a todos aquellos que desde tempranos años callaron su bullicio juvenil lo mismo que a todos los que el pasó inexorable de la vida llamo a rendir descargos ante el Todopoderoso. Ellos, estoy seguro, nos acompañan emocionada y silenciosamente.
Evoco porque aún permanece vivo en mi recuerdo, cómo si fuera ayer, la vez que en compañía de mi madre, entre a la vieja casona de color verde, en que funcionaba el Instituto, casona situada en la calle del Palo entre Maracaibo y la Playa. Cómo poder olvidar que al traspasar el umbral, reunidos en torno a uno de los pilares del amplio patio situado después del portón, estaban algunos de mis compañeros de pilatunas, desahuciados también por los educadores del Medellín de la época, cómo hombres sin futuro promisorio.
'Todos ustedes, nos habían vaticinado innumerables veces, están destinados a ser unos don nadies. Hasta ese momento, el vaticinio se cumplía.
Pero la vida, afortunadamente en veces nos juega con dados honrados, y ese maestro irrepetible, el doctor Miguel Roberto Tellez, en contra de lo predicho, logro con su sabiduría y paciencia romper el vaticinio y enderezar nuestros rumbos para que a la medida de nuestras capacidades, lográsemos servir a nuestro querido Departamento y por ende a nuestra amada Colombia.
Quizás él haber sido criado en las inhóspitas breñas de Santander, tierra de hombres de carácter altivo y orgullosos, le permitió que al llegar a nuestra arrugada, altanera e independiente Antioquia, no lo sorprendiera, el carácter
díscolo de un grupo de mocetones que eran la antítesis de los educandos de los otros planteles de Medellín; que aún seguían aplicando las viejas teorías pedagógicas, en dónde primaba fundamentalmente la sumisión al orden tradicional y no las modernas tesis en dónde se le permitía al estudiante exponer con total libertad su pensamiento sin que por ello fuese condenado al ostracismo.
Su posición liberal y revolucionaria de la educación se fue imponiendo poco a poco y cómo resultado de ello es la pléyade de intelectuales, industriales, políticos y comerciantes Robledistas que hoy en día se destacan en el panorama nacional, algunos de los cuáles hoy nos acompañan y que con la emoción sincera que nos embarga a todos, aplauden el reconocimiento que el Gobierno Nacional, a través de la Ministra de Educación, hizo al doctor Tellez al condecorarlo con la orden Simón Bolívar.
En está evocación no podría faltar, la quijotesca y paternal figura, del compañero de bregas educacionales del doctor Miguel Roberto, Don Conrado González, ni tampoco, ese grupo de callados orfebres de la inteligencia, que junto con ellos, tuvieron y aún siguen teniendo la a veces ingrata tarea de darle curso coherente, a esa muchachada llena de ilusiones y contradicciones. Ellos con sabiduría y paciencia moldean sus inquietas mentes para que con el tiempo se conviertan en piezas necesarias, para el beneficio del país. Reciban entonces, nuestro emocionado tributo de admiración y gratitud por los innumerables desvelos y frustraciones, que con la intrepidez juvenil fuimos capaces de causarles.
No puedo terminar está nota, sin pedirle a ustedes una pequeña licencia y solicitarles que para valorar en su justa medida el reconocimiento que el Gobierno Nacional acaba de otorgarle al Doctor Tellez y porque no decirlo, a través de el a todos sus compañeros en el tan noble fin de la educación se sitúen en el Medellín de la década de los cincuenta y juzguen por si solos si realmente lo merecían.
Espero entonces que su benevolencia al termino de estás palabras nos ayude a sonreír y a comprenderlos en este homenaje que los corazones agradecidos de sus discípulos y los de las nuevas ramas de los que cómo yo nos estamos volviendo viejos troncos, rinden con fidelidad y cariño a todos ellos.
Fue por allá en un año feliz de los primeros de la década de los cincuenta en una alegre y soleada mañana de Octubre, cuándo uno de nuestros más arrojados compañeros después de una larga y erudita exposición, salpicada de anécdota que nos excitaban hasta el delirio, resolvió generosamente, ayudarnos a salir de la ignorancia total que, frente a las descendientes de la compañera que Dios le había regalado a Adán, manteníamos.
Para ello, resolvimos por consenso unánime, declarar un paro estudiantil para las horas de la tarde.
Motivo: El Amor
Lugar de reunión: La Casa de Afrodita en Llano grande Ríonegro Sitio de Salida: Parque de Bolívar, 2 p.m.
Pocas veces recuerdo, la arrevolverada muchachada había estado más solicita y cumplida. Sus rostros, demostraban ansiedad y expectación y el probable gozo fluía cómo azogue por nuestras venas.
Luego cómo salidas de la nada aparecieron sugestivas Ninfulas, llenas también de nerviosismo, dispuestas a compartir con nosotros los goces de Eros.
Todo se cumplió según nuestros deseos, y por supuesto de acuerdo con las instrucciones de nuestro adelantado compañero. Al siguiente día, cuándo llenos de temor esperábamos las recriminaciones por nuestra osada aventura, se nos convoco a la Rectoría con el fin de aclarar el absurdo proceder y después de escuchados nuestros fabulosos descargos, el doctor Tellez, con su acostumbrada sabiduría, nos acorralo anímicamente diciéndonos textualmente: "si ustedes estaban tan cansados, también nosotros y a pesar de ello seguimos cumpliendo con nuestro deber". Cómo se decía en la época. Santo Remedio.
Entramos entonces a la clase magistral de latín que dictaba Don Conrado González, cuándo sorpresivamente y sin que lo hubiésemos planeado, la recordación de los sucesos del día anterior, que empezó cómo un callado murmullo, degenero en vocinglera algarabía.
Al tratar Don Conrado de poner orden a la rijosa muchachada y no encontrar respuesta, vimos cómo con gran parsimonia volteaba su magra figura hacía el Cristo que presidía nuestra aula, se arrodillaba y abriendo los brazos en Cruz, elevo su alargado rostro y entornando los ojos beatíficamente hacía e1, le imploró con entrecortadas palabras este imposible deseo de cumplir: Dadme mi Dios paciencia para aguantar a está manada de imbéciles.
Por supuesto que por ser un acto tan solemne, me limite a insinuar nuestras primeras aventuras amorosas las que en realidad para mi no fueron las primeras.
Inolvidables para mi y mis compañeros fueron los paseos que realizamos durante los dos últimos años, en especial el viaje a Barranca Bermeja a visitar las instalaciones petroleras. Lo iniciamos en el tren que viaja de Medellin a Puerto Berrio sitio de arranque del ferrocarril de Antioquia y en el puerto nos embarcamos en el buque “ David Arango”, el ultimo sobreviviente de los viejos vapores que navegaban por el río Magdalena. Terminó su vida en Magangue por motivo de un incendio que se inicio en uno de los camarotes y que por ser construido con maderas semipresiosas hoy en día casi extinguidas, ardió sin que se pudiesen controlar las llamas.
Desde el día anterior al viaje nuestras mamás nos prepararon el comiso para llevar porque en el tren no se conseguía comida y si alguien quería debía comprarla en una de las muchas estaciones en donde paraba lo que hacia que el viaje se demorase varias horas.
Sin excepción viajamos todos los compañeros del pequeño curso. Éramos catorce.
Muy de madrugada nos encontramos en la estación Cisneros de donde partían todos los trenes a sus diferentes destinos. No había transcurrido una hora cuando Masato que así llamábamos a uno de mis mas entrañables amigos iniciador y cómplice de todas las aventuras me sugirió asaltáramos las canastas que contenían el fiambre de nuestros compañeros, acción que se desarrollo ante la protesta de algunos y las risas de los mas, convirtiendo lo que les habían preparado sus madres para consumir durante el viaje y el almuerzo en nuestro opíparo desayuno.
A cada kilómetro recorrido aumentaba la algarabía y los correteos por los vagones pues éramos los únicos estudiantes que viajábamos en el tren. Las demás personas eran hacendados y hombres de negocios que iban a Puerto Berrio a visitar sus haciendas o a vender mercaderías. Y por supuesto a espaldas del profesor acompañante aplacábamos nuestra sed con tragos de ron con cocacola lo que nos excitaba aun más.
De repente el tren se detuvo y el ultimo vagón que era en el que íbamos nosotros quedo sobre un profundo viaducto. Masato se asomó sobre la barandilla trasera del mismo se bajo y sin medir el riesgo debido a la gran profundidad del viaducto se colgó de uno de los raíles y empezó a hacer flexiones. El pánico se apodero de nosotros que estupefactos veíamos como subía y bajaba ayudado por sus dos manos. De repente el tren reanudó la marcha y nuestro hombre seguía subiendo y bajando su cuerpo sobre el abismo. Todos a una gritábamos nerviosos invitándolo a terminar su payasada y sin importarle en lo mas mínimo nuestros ruegos seguía en su arriesgada labor. Cuando ya el tren había avanzado cerca de cincuenta metros se trepo a la carrilera y dando grandes zancadas lo alcanzó. El jubilo se apoderó de nosotros que lo recibimos como a un héroe, que seguiría dando de que hablar durante todo el paseo.
En Puerto Berrio nos hospedamos en lo que quedaba del famoso hotel la Estación, sitio obligado para pernoctar antes de emprender el viaje por río en alguno de los vapores.
En las horas de la noche ya con algunos tragos de mas entre pecho y espalda resolvimos visitar la zona de tolerancia en donde debido a nuestra juventud no tuvimos dificultades en conseguir sendas parejas mulatas bastante trajinadas por la marinería e inclusive y como garantía de que no fuéramos a correr peligro nos hicieron entablar amistad con un musculoso marinero que permaneció con nosotros mientras nos divertíamos. La suerte nos acompaño porque el marinero pertenecía a la tripulación del “David Arango” y sin que lo barruntáramos nos custodio durante toda la noche invitándonos a terminar la parranda ya muy entrada la mañana a la cubierta del barco en donde continuamos la farra hasta la llegada de los compañeros para iniciar nuestro viaje por barco hacia Barranca Bermeja.
El viaje por el río no copó las expectativas que llevábamos, las que se fundamentaban en la observación de la fauna y de las aves de acuerdo a lo aprendido en las muchas clases de geografía y ciencias naturales. Para decepción nuestra no vimos ni un solo saurio, ni tortugas. Se vieron pero en cantidades muy pequeñas, guacamayas, micos y patos. El hombre con su obsesión predadora taló la selva para sembrar pastos y explotar las maderas, arrasó con todos los montes que protegían el caudal de la mayor arteria fluvial nuestra y desde entonces se podía observar la erosión y el daño que se le estaba causando a la navegación por el río. La fauna se fue alejando de sus orillas y cada día era mas difícil su observación.
A Barranca Bermeja llegamos a mitad del día y de inmediato nos inscribimos en el hotel Pipatón el mas importante del puerto petrolero para luego seguir a conocer la refinería y demás instalaciones petroleras. Muy entrada la tarde regresamos al hotel y después de un pequeño descanso fuimos a visitar el barrio de las de tacón en la pared. Debido a nuestro trasnocho la incursión no demoro mucho y nos regresamos al hotel a buscar cobijo pues debíamos madrugar a tomar el avión que viajaba a Medellin. La administración del hotel suministró tres amplias habitaciones en una de las cuales nos acomodamos los cinco compañeros que habíamos salido a visitar los bares preferidos de los trasnochadores. De repente y cuando ya nos habíamos dispuesto a dormir Masato dio un gran salto saliéndose de su cama y a grito herido procedió a notificarnos: aquel que se duerma me le orino en la boca. Como todos lo conocíamos y sabíamos que su amenaza se cumpliría nos sentamos al borde de nuestras camas a esperar que el cansancio lo venciera para nosotros poder dormir. Al fin y en menos tiempo del que supusimos nuestro hombre se quedó dormido con la boca abierta lo que aprovechamos para introducirle una cucaracha sin que se diera cuenta de nuestra venganza. Placidamente la mastico y siguió durmiendo sin saber la clase de manjar que había devorado. Solamente y ya pasados algunos dias le comentamos sobre la pesada chanza aunque no quiso creerla.
Al llegar al Jorge Robledo, expulsado de la Universidad Pontificia Católica Bolivariana, entre muchas otras cosas por la duda que exprese acerca del pecado cometido por Adán y Eva en el paraíso terrenal, leyenda que era imperativo creerla, pues era dogma de fe, y además porque yo no encajaba dentro del prototipo del Bolivariano definido por su rector, Monseñor Henao Botero, cómo “ El Bolivariano es casto, el Bolivariano es puro “, pues ya había descubierto lo agradable que era entrarme al baño y que al sobarme la culebra mapaná está se erguía y mientras más la frotaba más se enfurecía y más exigente se volvía pidiendo acelerador al máximo, el que solamente podía parar cuándo empezaba un cosquilleo que me llevaba a pensar en la Mona del Regina, la exuberante y famosa mesera de uno de los cafés de Medellin, a la que la gran mayoría de los muchachos que la veíamos atendiendo a los contertulios del bar, vestida con una pequeña y vaporosa falda precursora de las modernas minifaldas, que nos permitía contemplar extasiados sus mórbidas y espléndidas piernas y los blancos jarretes en sus zapatos de plataforma, le dedicábamos con el desprendimiento propio de los doce años, nuestros momentos de más profunda meditación en la intimidad de los waters, cómo algunos pudibundos les decían. A ella y solamente a ella le ofrecía ese “pecado” que me hacía zumbar el cerebro, jadear profundamente, y me dejaba las piernas encalambradas pero con unas ganas incontenibles de repetir la dosis, sin importarme el que mamá con la más peregrina de las disculpas, tocara la puerta para informarme que ya era hora de empezar tal o cual tarea, y además porque no entendía cómo un muchacho rebosante de salud, recién desparasitado, pasara la mayoría del tiempo en el lugar destinado únicamente a satisfacer las necesarias funciones fisiológicas.
Esos solitarios encuentros con las mujeres que más me excitaban a más de sacar el consabido callo, malformación que según los adultos se desarrollaba en la mano derecha, y que ha decir verdad nunca me apareció, me dieron la confianza suficiente para celebrar campeonatos de tiro a distancia y mayor numero de disparos por cabeza, llegando a ser campeón reservado en innumerables ocasiones. A cuantas bellas mujeres les dedique lo único de que podía disponer sin consulta previa y sin limitación ninguna, no lo sé, pero si puedo aseverar que los deseos de homenajearlas, se me volvieron tan regulares cómo las diferentes comidas, repitiendo el rito al desayuno, al almuerzo a la comida y en cualquier momento libre o en el que se atravesara un lugar apropiado para ofrendar.
Gracias a todo ello no tuve ningún empacho en relatar mis aventuras sexuales frente a mis nuevos compañeros, la inmensa mayoría pajizos cómo nos llamaban los de más edad y experiencia, lo que causo admiración en los menos reprimidos y horror en aquellos que aún no sabían que el pipí servia para otra cosa diferente a la que le fue asignada el día de la creación. Era para ellos un caso perdido, porque frecuentaba y conocía o decía conocer a todas las putas de Medellín, mujeres que estaban condenadas al fuego eterno, llenas de enfermedades vergonzosas, repudiadas por la gente de bien y además porque el sólo hecho de entablar amistad con ellas era peligrosísimo por el riesgo a contraer enfermedades incurables, cómo la sífilis.
Y no contento con eso me ufanaba de ser su amigo, ofreciéndome a llevarlos cuándo quisieran a botar cachucha y les relataba en forma morbosa mi primera experiencia con Maruja, a quién describía cómo las más bellas entre las bellas, cuándo en realidad era una gorda que usaba un brasier rojo al que le había perforado el centro de cada una de las copas y por los orificios se asomaban los dos más grandes negros y peludos pezones que haya visto, con los que alimentaba a una raquítica criatura. Que sentí esa primera vez con Maruja. No alcanzo a describirlo, sólo se que en el momento más candente me fui hundiendo pasó a pasó en el más beatifico trance y que lentamente algo que yo ya había experimentado en solitario, se estaba repitiendo, pero adobado con el más agradable de los olores, el olor a mujer. Ya era todo un hombre.
Muchos de los timoratos y más acérrimos críticos, en realidad retrasados sexuales, supieron después de casados que ese magnifico y permanentemente vilipendiado órgano que siempre fue visto cómo la fuente del pecado por nuestros educadores, y al que se le ha rendido culto desde los orígenes de la humanidad por las más avanzadas culturas, no solamente, era el único medio existente para la reproducción de la especie humana, sino, fuente inagotable de placer y de dolor y si no se le manejaba con racionalidad, motivo de los más grandes y absurdos conflictos muy contrario a lo que tan insistentemente predicaban los curas dominadores de la sociedad de la época.
Algunos de ellos, los timoratos se dedicaron después de viejos a darle gustó y ha tratar de recuperar el tiempo que habían dejado de vivir cuándo solteros, sin impórtales el ridículo que hacían frente a la sociedad y a su familia, causándole traumas irreparables a sus seres más queridos.
Aún recuerdo cuándo fuimos un grupo de amigos a celebrar la finalización de nuestro curso a la casa de Cándida en Lovaina: Para esa época ya había fracasado el experimento del Barrio Antioquia: Dentro del grupo había uno, retrasado sexual o mejor cachucho, así le decíamos a los que aún no se habían acostado con alguna mujer, pero que se dedicaban varias veces al día al vicio solitario, a pesar de las permanentes predicas de que los que se masturbaban terminaban o tísicos o locos o bobos. Esa advertencia al igual que la de que la pistola venia únicamente con dos mil quinientos tiros, no las acatábamos porque no perdíamos la esperanza de que la ciencia descubriera el remedio para recalzarla para seguir usándola con la liberalidad con que la habíamos venido utilizando.
Después de tomarnos unos tragos acompañados de anécdotas picantes y de irreales aventuras amorosas con las ocasionales acompañantes, nuestro amigo lleno de fortaleza resolvió quebrantar los tabúes sexuales y arriesgarse a traspasar el umbral de lo prohibido al solicitarle a la más alegre de las contertulias se acostase con él. Cuándo todos los presentes celebrábamos con chistes y comentarios de doble sentido su decisión, salió nuestro hombre del cuarto en dónde había dejado en un tálamo bastante trajinado por la profesional del amor, su vetusta virginidad y con el rostro demudado por la aflicción y la angustia, se desato en llanto y con voz apagada por los gemidos nos confesaba su pesadumbre por haber cometido la peor de las traiciones pues le había jurado a su prometida que cómo regalo de matrimonio le daría su virginidad. Con los años cayó al más profundo de los abismos degenerándose hasta llegar a la degradación total.
Era el año de 1.952, año en que aún estudiaba en la Bolivariana, cuándo un alcalde mamásanto, prototipo de la formación confesional inculcada a los Antioqueños, resolvió acabar con todos los prostíbulos de Medellín. Se llamaba Luis Pelaéz Restrepo. Para ello decreto que todas las prostitutas deberían irse a vivir al Barrio Antioquia, un barrio colindante con el aeropuerto Olaya Herrera, que tenía únicamente una entrada, la misma que servia de salida, y para que sus casas se distinguieran de las demás, debían poner un bombillo rojo en la puerta. En dicho barrio vivían muchos obreros que laboraban en las fábricas de textiles a más de los campesinos que la violencia desatada por la intolerancia política había expulsado de sus pueblos. Gente buena y trabajadora: pero cómo para la época el sectarismo estába en su fina, el barrio prácticamente era un campo de batalla partidista. Con el tiempo y a medida que se transformaba en el gran lupanar de Medellín, se volvió el centro de formación de los más avezados e imaginativos delincuentes. Allí iniciaron su carrera los que llegarían a ser con el tiempo principalísimos capos en el negocio de la cocaína. Entre otros; Alberto Bravo, alias Pirriguis y su hermano Bruno; Griselda Blanco, que se convirtió en una de las más famosas mafiosas de Colombia, detenida en los EE.UU., llamada la viuda negra, y amante de Pirringuis. Ambos, los Bravos, murieron víctimas de su propio invento: Los sicarios en motocicleta. Se cuenta que fueron los primeros que los utilizaron, idea que se les ocurrió al ver una película Italiana en que un motociclista desde su velocípedo mata a balazos a su enemigo.
No se sabe a ciencia cierta cual de los dos hermanos era peor. A Alberto que estudio en el colegio de San Ignacio regentado por los Jesuitas, en dónde curse primero de bachillerato, igual que a Bruno, les teníamos pavor por la vida disoluta que llevaban.
Bruno fue protagonista junto con el Caratejo Betancur, otro de los hampones del momento, de un duelo a bala en la heladería Las Dos Tortugas, sitio de reunión de los jóvenes de la época, a dónde llegaban muchachas de nuestra misma edad en busca de programa. Nosotros las llamábamos Chivas o Números, por su desprendimiento y gran generosidad en las cosas del amor.
Del duelo salieron ambos heridos. Con el pasar del tiempo no era raro verlos departiendo en la misma mesa planeando la próxima fechoría. El Caratejo también murió trágicamente: lo secuestraron y antes de matarlo lo torturaron. Lo encontraron con el pene dentro de la boca.
La mudanza de las muchachas de la vida alegre cómo era el eufemismo conque se les calificaba, el que aún no acabó de entender, trajo inmensos cambios en la sociedad obrero –campesina del barrio.
En primer lugar las hijas de los residentes, gente buena y trabajadora cómo dije anteriormente, debido al efecto de demostración, al ver que sus nuevas vecinas vestían bellos trajes, usaban olorosos y finos perfumes, finas joyas, y compartían con la gente rica de Medellín empezaron a trabar amistad con ellas y muy pronto se dedicaron también a “ la vida alegre” con el gran pesar de sus progenitores.
Los hombres jóvenes impulsados por la pobreza y la desocupación empezaron a imaginar negocios y pasados los días se iniciaron cómo prósperos empresarios del negocio que iría a precipitar al abismo a la sociedad Colombiana. De allí han salido los más sanguinarios hampones y los más habilidosos estafadores y ladrones a más de ser el lugar que provee las mulas para llevar la cocaína a EE.UU.
A raíz de la mudanza de las prostitutas al barrio Antioquia, Lovaina dejó de ser el principal prostíbulo de Medellín, al menos transitoriamente, porque los más elegantes cómo ocurre siempre, se camuflaron y por ser los que frecuentaban los personajes influyentes de la ciudad, las autoridades se hacían las desentendidas en el cumplimiento de la “ Pragmática ” del alcalde Peláez Restrepo.
A causa de nuestra edad trece o catorce años, y la falta de dinero, no teníamos acceso a ellos, por lo que visitábamos con gran regularidad los del barrio Antioquia.
Uno de ellos era el de María Duque, a la que algún escritor nadaista llama la avanzada del erotismo en Antioquia, sugiriendo se le hiciese un monumento en el parque de Bolívar al lado de la escultura ecuestre del Libertador, para significar que tanto el uno cómo la otra, habían sido en cierta forma liberadores, el primero de la dominación Española y ella de la enorme carga de prejuicios y tabúes sexuales que nos habían inculcado a través de la educación, monumento que debería ser en forma de una gran cachucha, cómo alegoría del prepucio, construida con miles de cachuchas pequeñas, para manifestarle a la ciudad el eterno agradecimiento de los anónimos primerizos que bebieron en sus labios el dulce sabor del placer, y emprendieron cabalgando en su prodigo cuerpo la inacabable ruta de los deleites sexuales y a quién Fernando Botero inmortalizo en uno de sus lienzos, junto con Ilduara la Cacao, con la que intercambiábamos ratos de placer y de lujuria por camisetas que tenían impreso el escudo de las universidades Americanas, que traía un amigo que cursaba estudios en una academia militar al venir a pasar las vacaciones a Medellín. Hoy cuándo veo las modas de las camisetas mojadas y de la minifalda, inmediatamente me retrotraigo al Barrio Antioquia, es dónde se usaban y tengo entendido aún se usan cómo herramientas de trabajo por las mariposas nocturnas.
La visitas las realizábamos los días de semana en las horas de la tarde, cuándo podíamos escaparnos de clases.
Al llegar mi amigo a pasar las vacaciones de verano, el papá le prestaba el carro con chofer. El carro era convertible amarillo y único en la ciudad. Al otro día de su llegada empezábamos a planear la erótica excursión, sin olvidar por supuesto las camisetas que nos servirían para el trueque amoroso. Antes de llegar a la casa de María Duque, dábamos varias vueltas por el barrio en actitud de cernícalos observando a que muchacha invitábamos a pasear. Por supuesto éramos el foco de todas las miradas y la envidia de la gran mayoría. La Cacao era una joven y bella campesina, ingenua cómo nosotros, con la cual nos entendíamos plenamente, máxime que entre los elementos de trueque que utilizábamos para acceder a sus caricias, estaba el de los paseos en el carro.
Era tal nuestra rijosidad, que cuándo no nos prestaban el carro nos íbamos en bus y si no teníamos la plata para el pasaje llegábamos en bicicleta.
Hubiera sido un pecado imperdonable el haber desoído los llamados de Eros.
Me pregunto cómo financiábamos los encuentros amorosos. Aún no lo recuerdo, aunque algún día dije que la plata para pagar la mensualidad del colegio se me había perdido, pero la verdad fue que me la disfrute en la casa de la Tusa, amante de un famoso futbolista del equipo Nacional.
Durante la época en que estudie el bachillerato, permanentemente salían a relucir los encuentros furtivos que habíamos sostenidos con las empleadas del servicio domestico. Muy pocos de los que sacrificábamos en los altares de Afrodita dejamos de narrar una fugaz aventura ancilar. Las “Mantecas” cómo se les decía en nuestro círculo fueron las iniciadoras en las artes del amor de la gran mayoría de los muchachos de nuestra generación, y no faltaban maridos que aprovechando el menor descuido de sus esposas les requerían sus servicios.
En nuestra casa no escasearon “ Dentroderas “ atractivas a las que tanto Luis Fernando cómo yo, aprovechando cualquier descuido o salida de mamá a hacer compras les solicitábamos sus favores pasionales, sin que faltaran los encuentros furtivos durante los fines de semana en la finca.
Hubo una bastante brincona y prodiga, que a más de nosotros repartía su lascivia generosamente con los primos y amigos que pasaban vacaciones en nuestra finca. Se rumoraba que había salido embarazada de uno de ellos.
Cuándo sabíamos de alguna dadivosa, la visitábamos cómo a cualquier muchacha, con la diferencia que ella recibía las visitas en el portón de la casa y las hijas del dueño en la ventana. Por supuesto era más cómodo en el portón porque la luz que alumbraba las calles no era la más brillante y la dueña de la casa poco se preocupaba, lo que se aprovechaba para los tocamientos de rigor e invitarla al bosque de la independencia el día Domingo a remar al lago, día en que se daban cita todas las dentroderas y cocineras de la ciudad.
Cómo la educación era toda o en su gran mayoría impartida por el clero, cualquier noticia que tuviera el más leve asomo de sexo era censurada lo que llevó a los muchachos a desarrollar toda clase de aberraciones especialmente el vuayerismo. Y a las mujeres a proteger su virginidad en forma tal que era más fácil penetrar a las bóvedas de Fort KNox que acceder al más nimio acercamiento: Sin embargo se decía que las Antioqueñas cuándo salían a viajar, dejaban el Diablo en Puerto Berrio.
Asombraba cómo para saciar sus ansias voyeristas, los muchachos salían después de las ocho de la noche en grupos de tres o cuatro, a fisgonear por las rendijas de las ventanas para ver si alguna mujer se estaba desnudando.
Era cómo dije anteriormente el medio para el desahogo de las represiones de todas aquellas materias que tocaran así fuera tangencialmente el sexo.
Tampoco vacilo en afirmar que el “Gato” mayor, ampliamente conocido por todos nosotros, era un hombre joven que tenía una motocicleta y que recorría la ciudad en busca de rendijas. Para su cometido usaba sombrero, zapatos con suela de goma para no hacer ruido al caminar, lezna para abrir los huecos cuándo no encontraba alguna raja y un vidrio. Cuándo le preguntaron que para que era el vidrio, respondió que cómo protección por si alguien trataba de chuzarle el ojo cuándo estuviera gateando.
Por ser una enciclopedia en esa materia clasificaba los gateos en varias clases.
Había gateos de trepada a la ventana, gateos de matrimonios amándose, gateos de rendija y el más inaudito de todos, gateo de oído.
En ese aspecto recuerdo cómo uno de los acontecimientos más graciosos que me haya tocado presenciar, el sucedido durante una fiesta en una finca en La Ceja, pueblo cercano a Rionegro. Estando la parranda en pleno furor se desapareció uno de nuestros amigos, famoso por su afición a los gateos. Empezamos a buscarlo cuándo de repente algunas de las niñas invitadas salieron despavoridas del baño, buscando al dueño de casa y anfitrión. Era de noche. El anfitrión intercambio unas palabras con ellas y se alejo sin decir lo que ocurría. A los pocos minutos oímos gran algarabía y maldiciones en las afueras de la casa, y al asomarnos al sitio de dónde provenían las bullas, encontramos que con una linterna alumbraban al copo de un frondoso árbol situado cerca del baño de las mujeres, el chorro de luz le pegaba en la cara a nuestro amigo, que estaba encaramado en forma tal que desde su ángulo podía ver todo lo que las muchachas hacían en el baño. El escándalo a más de terrible fue gracioso por los argumentos que daba para justificar su encaramada al árbol. Por ser noche de tormenta se encontraba totalmente ensopado, el rostro demudado por el terror porque le apuntaban con una escopeta cómo si se tratara de una chucha mantequera, conminándolo a que se bajara inmediatamente o le disparaban. Solamente balbucía. Pero que es lo que pasa. Acaso hay algo malo en que uno se trepe a un árbol. Yo me subí porque soy muy aficionado a los pájaros y cuándo llegué vi que este árbol le sirve de dormidero a las mirlas; esperé que estuviera más oscuro, me trepe y estoy tratando de agarrar alguna para llevarla a una pajarera que tengo en la casa; no hagan tanto ruido que se van a volar.
O baja inmediatamente o le disparo decía nuestro anfitrión dirigiendo el cañón de la escopeta hacía él, amagando dispararle. El sólo musitaba esperen, haciendo ademanes con la palma de su mano hacía adelante y hacía atrás.
Debido al terror y a la vergüenza, pues todos los comensales estábamos al rededor del árbol gozando del espectáculo, se paralizo, y fue necesario que alguien trepase para ayudarlo a bajar. Los murmullos y risas cómo los enojos de las afectadas no se escatimaron. E incluso no faltaron los emocionados aplausos de los pasados de copas.
Hombre Jaime Uribe vos si pensas que la cosa fue tan grave. Yo jamás había hecho un gateo arbóreo y sabes que fue lo peor, que una rama me tapaba lo mejor.
Palabras que luego de haberse repuesto del susto y cuándo ya dejábamos la fiesta la que sobra decir se acabó con el incidente, pronuncio al inquirirle el porque de su absurdo proceder.
En la casa de Pepa Caro viuda de Muñoz Restrepo.
Capitulo aparte merece la casa de Pepa Caro. Era Pepa para la época en que la conocí, años sesenta, una abuelita, arrugada cómo un perro Sharpey que no sabia expresarse sino con vocablos escatológicos.
Vivía en una casa quinta al frente de una de las entradas del Bosque de la Independencia, y había sido la Madama de la gente más reconocida de Medellín, de lo que se enorgullecía contándonos anécdotas de todos los que fueron sus clientes más asiduos, entre los que siempre enumeraba algunos de los familiares de los que estábamos presentes.
Su imaginación volaba hasta hacernos creer que todos los señores y empresarios más distinguidos de la ciudad, habían sido no solamente sus clientes, sino sus amantes. Para mantener la fama de que era la Madama de más clase entre las de su clase, era celosa hasta el extremo en la escogencia de los clientes que visitaban la casa.
Cuándo sonaba el timbre anunciando que había llegado un visitante, abría el postigo de una de las ventanas para observar a quién llamaba y si no le agradaba manifestaba que ya se había dispuesto a dormir. Era profundamente racista y discriminatoria con aquellos que no alcanzaban los estándares exigidos. Líder Liberal, admiradora de Gaitan cómo todas ellas. En las épocas de elecciones, aprovechaba la visita de cualquier jefe Liberal para enfundarse en un vestido rojo y marchar al parque de Cisneros, dónde se efectuaban las manifestaciones políticas, acompañada de todas sus pupilas a gritarle vivas al partido liberal y abajo godos hijueputas. Algún día le pregunte el porque trataba tan mal a los godos y me dijo que no sabia, pero que eran unos hijueputas.
Se decía que había matado a su marido con un martillo, y se presentaba cómo Pepa Caro viuda de Muñoz Restrepo. En un vetusto escaparate guardaba las revistas Cromos en dónde con detalles casi lujuriosos informaron por entregas acerca de la muerte del Abogado Muñoz Restrepo.
Para mis amigos, y para mí, se convirtió en el sitio en dónde obligatoriamente íbamos a terminar las parrandas y a comentar los desarrollos de las mismas, especialmente de los bailes a los que éramos invitados y de las serenatas que les ofrecíamos a aquellas de las cuáles estábamos enamoráramos. Y nosotros para ella en los nietos que nunca tuvo.
En su casa no vivían en forma permanente muchachas, pero Pepa, al nosotros llegar las llamaba para que nos atendieran. Siempre se esmeraba porque fueran jóvenes y porque no corriéramos peligro de ninguna índole con ellas. Nos ponía condiciones en el trato que les debíamos dispensar. Si alguno se sobrepasaba en solicitarles caricias que se salían de lo corriente y Pepa se enteraba, el escándalo era mayúsculo. Un día se entero que uno de mis compañeros le pidió a la amiga conque yacía, le hiciera lo mismo que la becaria de la casa Blanca le hizo al presidente Clinton y se desato la tempestad.
Al finalizar una fiesta cómo era nuestra costumbre fuimos a visitarla, tocamos a la puerta y al abrir el postigo, lo vio. Inmediatamente empezó a gritar profiriendo los vocablos más chistosos y soeces, diciéndonos que Mariela no era una ternera; que si tenía tantas ganas de eso, se fuera al establo que había unas cuadras adelante que allá se lo hacían gratis. Después de muchos ruegos y hacerle una pantomima sobre la gravedad de lo solicitado por nuestro amigo, nos dejó seguir con la condición de que el pedido no se volvería a repetir.
A todos los socios del club cómo llamábamos su casa, nos tenía sobrenombres.
Jamás se refirió a ninguno de sus clientes por el nombre propio.
En una de las cotidianas reuniones del club, resolvimos decirle que nos quedaríamos dos o tres días, pues en las casas habíamos dicho que ese puente lo pasaríamos en Tolú. Ella aceptó nuestra propuesta y fuimos a comprar los ingredientes para cocinar un sancocho para las horas de la noche y lo indispensable para hacer un asado al día siguiente. Compramos también lociones bronceadoras para asolearnos en el patio, con el fin de que no se dieran cuenta en nuestras casas de la mentira.
Nos aposentamos y alcanzamos a durar hasta el otro día en que ya por la tarde no fuimos capaces de estar más tiempo en ese ambiente. Aprovechando que Pepa estaba ocupada nos fugamos sin pagarle a ella ni a las muchachas.
Varias veces llamo Pepa a la casa y yo me hacía negar, hasta que una tarde al llegar de la Universidad oí que mamá conversaba con una persona por teléfono y se refería a ella cómo Doña Pepa. Inmediatamente tomé una extensión y escuche la siguiente conversación.
Si Doña Pepa es que él es muy enamorado y todos los día se levanta una novia nueva.
No sé cuándo se le terminara ese arrebato. Imagínese que hasta una novena le estoy haciendo al señor caído de Girardota para que me lo aplaque.
De nada le ha valido el Agnus Dei que le coloque en uno de los bolsillos del saco, la bolsa de Alcanfor que un sacerdote conocido mío me recomendó le pusiera disimuladamente en los calzoncillos, porque a ellos les había dado muy buen resultado con los alumnos del internado, ni las estampas de los santos que según mis averiguaciones son los más efectivos para los casos perdidos.
Estoy que me cuelgo de un papayo.
Y pensar que mi gran ilusión era sacarlo sacerdote para que encarrilara las almas.
Ya ve Doña Lucila que la idea no es tan mala. Se lo imagina de Obispo o de Cardenal con esa figura tan bella. Dios me libre y me favorezca, pasaría cómo con el Padre González Arbeláez, que todas las mujeres se morían por él.
Lo conoció Ud. Doña Lucila. Claro que sí Doña Pepa. Era todo un santo.
Permítame sugerirle Doña Lucila, le haga otra novena a San Pascual Bailón, que es el que mejor resultado me ha dado. No falla. Yo tengo muchas clientas y clientes en la floristería, y siempre les recomiendo ese santo que yo adoro.
Inclusive cuándo a mis clientas no les pagan le rezan la novena y tarde o temprano les pagan.
Cómo San Pascual era campesino, yo acostumbro llevar al altar de San Isidro que hacen el día del campesino en Guarne, en dónde tengo una finquita, uno de los conejos que me han regalado durante el año los clientes cómo símbolo de agradecimiento por los favores recibidos.
Me parece muy buena idea Doña Pepa y le voy a proponer a Tista y a Bernardo que le donemos algo al altar. A lo mejor un chivo
Dónde queda su floristería doña Pepa.
En Maracaibo con el Palo.
Pues téngalo por seguro que próximamente le haré la visita. En cuanto al precio de las cinco canastas de flores que Jaime le está debiendo por favor mándeme su mensajero para pagárselas. No olvide darle unos buenos consejos. Estoy segura a usted le hace caso. Por la voz se ve la clase de persona es.
Cuénteme Doña Pepa ¿cómo fueron las flores que les envío?
Fueron divinas Doña Lucila. Tres de Rosas de distintos colores. Una de ellas bastante negras. Las otras estaban un poquito abiertas, pero Ud. sabe que en estos tiempos no es fácil conseguirlas en botón.
El invierno ha sido aterrador Doña Pepa y mucha gracia es que las haya encontrado así sea algo abiertas.
¿Y las otras dos? Una era de Margaritas campesinas, pues a él siempre le han gustado por lo ingenuas y la otra de Glicinas bastante grandes pero esa fue su exigencia.
Otra cosa Doña Pepa. Cuándo Jaime vuelva a caer en mora con la floristería no llame a la oficina de Tista, porque lo mata del regaño.
Tranquila Doña Lucila que yo sé quién es Don Tista, porque algunas veces compro artículos en la agencia, para la floristería. Me atiende Luis Fernando, que es uno de mis mejores clientes. Imagino lo que lo querrá su esposa porque no hay semana en que no le envíe uno o dos ramos. El es muy distinto a Jaime, porque poco le importa la calidad de las flores. Si no hay rosas le mando agapantos y el nada dice, además paga cumplidamente.
También conozco a los hermanos de Don Tista y de lo estrictos que son.
A ellos ocasionalmente la floristería les presta los servicios. Aquí entre nos él más enamorado es Bernardo. Imagínese que hay semanas en que diariamente manda canasta.
Hay Doña Pepa ese chisme si me lo tiene que ampliar porque no veo la hora en que Bernardo se consiga una novia y se case. La soltería es muy triste.
Y con voz muy queda dijo. Doña Pepa le tengo que colgar porque Jaime está merodeando y nos va a matar si sabe que Ud. llamo a cobrar y me comento todos esos detalles.
Cuándo mamá colgó un sudor frío me recorría el cuerpo y solamente quería morirme: me dijo.
Acabó de hablar con Doña Pepa, dueña de la floristería Las Ninfas Puras, y me dijo de las canastas de flores que Ud. le ha mandado a sus amigas las que aún debe. Por está vez le voy a pagar, pero si eso vuelve a ocurrir le digo a su papá que le descuente la plata de la mesada.
No se imagina la pena que me dio que persona tan decente y piadosa me llamase para cobrar lo que Ud. no le ha pagado. Dígame cuándo quiera mandar flores, para que ella me abra una cuenta en la floristería.
Voy a sacar un rato para visitarla e invitarla a tomar el té al Club Unión, porque no me equivoco al decir que es una de las señoras más decentes que haya tratado así fuera telefónicamente. Voy a pedirle a Yolita y Socorrito me acompañen para que la conozcan.
Me comento que el negocio era en Maracaibo con el Palo. Explíqueme bien en que parte.
Mamá hoy pase por la dirección en dónde queda y vi que se estaban mudando a otra parte. Voy a averiguar y le cuento.
Fue nuestra psiquiatra y confidente; veía en su muchachada los hombres que en mayor o menor grado intervendrían en los manejos del país. Cuándo al llegar nosotros y se encontraba sola se sentaba a sermonearnos y a abrirnos los ojos sobre la necesidad de asentar cabeza y la observancia de los principios éticos que nos habían inculcado en nuestra educación. Su personalidad cambiaba radicalmente y de Madama pasaba a generosa consejera. Si alguno se encontraba en dificultades se deprimía y buscaba en todas las formas consolarlo y ayudarlo. Nos seguía los pasos cómo estudiantes y si sabia que estábamos en exámenes no nos permitía quedarnos hasta tarde porque teníamos la obligación de llegar muy serenos a ellos.
Cuándo sentía que llegaba alguien empezaba a refunfuñar y a decir toda clase de palabras soeces buscando que quién llegaba no pensase que ella era distinta a lo que mostraba en el manejo de la casa.
Cuándo me vine para Bogotá no deje de llamarla. Sentía nostalgia de los ratos amables pasados en su casa y pesadumbre por lo que nunca más volvería a vivir.
Hasta pocos días antes de su muerte seguía telefoneándome para poner quejas por el comportamiento de algunos de mis amigos que aún frecuentaban el club. Cómo te parece me dijo después de un afectuoso saludo, que Merluza se llegó borracho con su intimo amigo hace pocos días, e invito a la pieza a una de las muchachas. Cómo estaba tan borracho se desnudo, tiro la ropa a un lado, prendió un cigarrillo y en lugar de consentirla se fue quedando dormido no sin antes tirar el cigarrillo al piso, con tan mala suerte que cayó encima de los calzoncillos, los que empezaron a quemarse, la muchacha afortunadamente los apagó. Y se retiro de la pieza. Merluza despertó al rato y viendo que se hacía tarde se vistió sin percatarse del accidente. Al llegar a la casa y creyendo que la esposa estaba dormida se desnudo en el cuarto del baño. Al darse cuenta del quemon en los calzoncillos hizo un zurullo con ellos y salió sigilosamente al patio, lanzándolos al techo de la casa, única forma de desaparecer el cuerpo del delito, olvidando que el diablo no duerme: Se acostó entonces tranquilamente al rincón de su mujer, luego de darle las disculpas usuales de que se encontraba con unos clientes y era necesario atenderlos para poder cerrar varios negocios que estaban muy adelantados. Ella lo escucha sin modular palabra, volteándose hacía el otro lado para continuar durmiendo. A las horas del desayuno y cuándo ya Merluza se preparaba para irse a la oficina, le pregunto que era lo que había tirado al techo de la casa. Merluza le respondió que una colilla de cigarrillo y ella insistía. Merluza se mantuvo en su cuento. Pero ella agarra una de las cañas de pescar que este tenía pues era muy aficionado a ella y le exigió pescase lo que había tirado al techo. Nuestro hombre no tuvo más alternativa con su pulso de enguayabado y temblando por las consecuencias que le traería la pesca de los calzoncillos empezar con la faena, buscando que el anzuelo quedase lo más lejos posible de su prenda mientras maquinaba la disculpa. Mi amor ya te lo he dicho. Yo tire la colilla del cigarrillo porque no encontré un cenicero, y no quería hacer ruido y despertarte. Me parece muy raro pues aquí en el baño a falta de uno hay tres y bastante grandes. Si, pero fue que yo salí fumando y me pareció más cómodo tirarlo al techo. Ah, de modo que poco le importa que las canales se obstruyan y que el día menos pensado amanezcamos flotando en la inundación. Las recriminaciones y las respuestas avanzaban a medida que Merluza fallaba en su intento de pescar lo que según él, su mujer imaginaba. Tiraba el anzuelo y fallaba. Volvía a repetir y volvía a fallar. Su esposa cansada de tanto tira y fracaso, le pidió la vara y la lanzo hacía el lado opuesto al que su marido la enviaba con tan mala suerte para este, que en la punta del sedal y agarrada con el anzuelo apareció una prenda blanca imposible de confundir quemada en uno de sus lados. La cogió, la examino oliéndola cómo si fuera un perro de cacería, y en forma contundente le ordeno empacar sus pertenencias para nunca más volver. Merluza obediente, sin pronunciar palabra empezó a empacar con lentitud enloquecedora, hasta que su mujer y en vista de que poco entusiasmo le ponía a la empacada, procedió a hacer un rollo con lo que faltaba, cerro la maleta y se la puso en la calle. Desesperado Merluza se fue al trabajo y llamo a su intimo amigo, quién le aconseja no comentase con nadie lo acaecido. A la tarde nos vemos. No te preocupes por la dormida que en mi casa hay lugar, mi mujer también sé emberraco y se fue a visitar a sus padres. Apenas regresa en dos días. Cómo había sido convenido se encontraron en horas de la tarde. Sin embargo resolvieron matizar sus tristezas con unos aguardientes que a más de borrarles las penas los fueron entusiasmando y sus agujas de marear empezaron a señalar hacía el norte lugar en dónde quedaba la casa de Pepa sitio de obligatorio peregrinar para todos aquellos necesitados de consuelo y comprensión después que su estulticia los llevara a comportarse torpemente. Prendieron motores y ya entrada la noche aparecieron nuevamente en casa de Pepa, que cómo estába previsto les consiguió la dulce compañía que les haría olvidar el trauma no sin antes dirigirles tremenda reprimenda por sus acciones y llenarlos de entusiasmo para que regresaran a su casa y pidieran perdón por su estúpido comportamiento. Obviamente el desenlace fue cómo en las telenovelas color rosa; lleno de solicitudes de perdón, promesas y gemidos y de un subido costo debido a los imprescindibles regalos.
Cómo Jesús perdono antes de morir a la Magdalena, Pepa de la misma profesión debe de estar acompañándola e inclusive explicándole cómo manejaba su negocio en Lovaina, Medellín, y enseñándole a jugar Parques, su juego predilecto. Para algo tuvieron que servirle las misas a las que nunca faltaba, los rosarios y novenas que cotidianamente rezaba y los diezmos que pagaba al párroco de la Iglesia del barrio con el que mantenía relaciones muy cordiales.
Cómo Administrador de fincas
Cómo dije anteriormente Las Catas marcaron mi destino inicial y al terminar el bachillerato conseguí me permitieran ir a trabajar a la Alsacia y la Sola, haciendas que Bernardo y papá habían adquirido cerca a Planeta Rica, población del Departamento de Córdoba.
En ellas trabajé durante un año largo, lapso de tiempo muy enriquecedor, porque me hizo conocer y vivir en forma personal las dificultades que aquejan a las gentes del campo; sus carencias; sus aspiraciones; y su decidido espíritu de trabajo.
De la Alsacia que quedaba al borde de la carretera Medellín Cartagena, a La Sola, había cerca de cuatro horas a caballo, tiempo que yo aprovechaba para leer. Caballero en la mula La Europea, cruzaba las piernas sobre el borren de la silla dejando que mi peón de estribo, Tulio Montérrosa con el pisador la llevara de cabestro.
Quedaba la Sola en una inhóspita región en las orillas del caño Carate, la que apenas se estaba civilizando, y en dónde la lucha del hombre con la selva estaba en pleno furor. Yo vivía en un rancho carente de toda clase de facilidades con la familia de uno de los trabajadores, y por supuesto la palabra inodoro no se conocía. Era tan grande la colonia de Zancudos, que a las seis de la tarde debía meterme dentro de la hamaca, cubierta con un toldillo hecho de una tela transparente muy finamente tejida que la cubría por completo para evitar que los mosquitos penetraran, de lo contrario era imposible conciliar el sueño.
Durante la noche, no lejos del rancho, se oían toda clase de sonidos, algunos emitidos por los animales de la selva, cómo el tigre, y otros que nunca pude identificar.
Acerca de ellos se tejían toda clase de leyendas.
A muy temprana hora, cinco de la mañana, nos levantábamos a desarrollar las distintas faenas en especial el manejo de los ganados. La alimentación diaria consistía en arroz con suero, yuca cocida, queso y algunas veces dos huevos fritos; de beber un chocolate aguado. Cuándo el caño Carate se salía de madre e inundaba las tierras aledañas, salíamos cabalgando en pelo y desnudos a buscar las puntas de ganado que se habían quedado atrapadas en los sitios más altos, a dónde solamente llegaban los caballos nadando. Para ejecutar esa audacia, era imperativo agarrarnos de las colas de ellos y dejar flotar nuestros cuerpos mientras los nobles pingos nos arrastraban hasta el lugar en dónde se encontraban reunidas las reses. A nuestro pasó veíamos las babillas y los caimanes nadando muy cerca a nosotros pero nunca tuvimos accidentes. No era extraño ver enredadas en los guamos, gruesas Mapanás, mientras grupos de micos observaban con curiosidad nuestros movimientos. El peligro con las serpientes era enorme y jamás descabalgue durante las faenas en las tierras inundadas. Pero mucho más grande era el peligro con el ganado cimarrón, el que no perdía oportunidad de atacarnos causando algunas veces heridas a las caballerías. La primera vez que participe en las faenas de las tierras inundadas mi pudor no me permitía desnudarme cómo lo hacían todos los demás pero a la segunda ya actuaba cómo todo un veterano vaquero. Algunas veces duraban hasta el atardecer, y al regresar era tal el cansancio que al acostarme en la hamaca de inmediato me quedaba dormido hasta el día siguiente.
En la Sola tuve la oportunidad de observar un espectáculo maravilloso.
Cómo la hacienda carecía de casa en dónde pudiesen llegar los dueños, se empezó a edificar una de madera de dos pisos, planeada con todas las comodidades. Escogimos una loma desde dónde se divisaba la ciénaga del Porro. Era un sitio de ensueño el cual nunca tuve la fortuna de disfrutar.
Alguna tarde en que me encontraba revisando los trabajos que se habían adelantado, vi que se acercaba por el horizonte una gran bandada de aves de distintas especies y tamaños en formación de ala delta. De repente dejaronsé caer en la mitad de la ciénaga crotorando ruidosamente y agitando las alas a gran velocidad, hicieron un semicírculo, que fue moviéndose en forma lenta con gran coordinación hacía la orilla desde la cual yo observaba y a medida que avanzaban lo iban cerrando aumentando el ruido mientras se acercaban a la playa. Mientras tanto en la ribera se habían ido posando gran cantidad de aves esperando la llegada, de sus congeneres Inicialmente no entendí lo que se proponían cuándo de repente al ir aproximándose a la orilla peces de todos los tamaños empezaron a saltar tratando de salirse de la red viviente y mortal en que habían quedado atrapados y cómo si se hubiese pasado una invitación a un gran convite, siguieron llegando garzas, patos, águilas y toda la avifauna de la región a disfrutar del banquete.
Imagino que el hombre valiéndose de ese ejemplo desarrollo el chinchorro para la pesca en los ríos y en los mares.
Cómo la casa se levanto sobre un túmulo que era la sepultura del gran señor de esas comarcas, los trabajadores que la estaban construyendo decían que durante las noches se oían ruidos de aparatos “ espantos” que nos los dejaban dormir. No tuve la inquietud de explorar y menos dormir en ella, pues al poco tiempo me regrese a Medellín.
Cada dos meses salía a Planeta Rica, en dónde me reunía con los administradores de las otras fincas de la región a tomarnos unos aguardientes, y a conversar de los acontecimientos más importantes sucedidos en cada una de las que estaban a nuestro cuidado. No faltaba nunca la compañía femenina, la que no describo; básteme con decir que eran busconas de diferentes partes del país que llegaban tras un mejor futuro, pues la región ya había ganado fama de ser un emporio ganadero y agrícola. Oíamos siempre corridos mejicanos: mis preferidos eran Juan Charrasqueado y Mauricio Rosales El Rayo. Cuándo me saturaban los aguardientes subía a mi caballo, me echaba hacía atrás el sombrero y el carriel de nutria, y picándolo con las espuelas lo hacía caracolear buscando la admiración y el reconocimiento de las pueblerinas quinceañeras. Me sentía el macho entre los machos. Allí imitando a mis compañeros asistía a las riñas de gallos deporte de gran favoritismo en la región.
Todos mis contertulios eran campesinos con un pequeño grado de instrucción y ninguna preocupación por los temas sociales.
Cómo eran los administradores poca atención les merecía la búsqueda del bienestar de sus peones. A más bienestar menos ingresos, era la norma imperante. Además la ignorancia y el egoísmo no les permitía vislumbrar la magnitud de la tragedia que se aproximaba.
Había en Planeta un almacén, conocido cómo la Proveedora, cuyo dueño llamado Hernando, era el que suministraba los víveres y las herramientas para las haciendas. Acostumbraban reunirse allí un grupo de personas de un nivel cultural un poco mejor que la de los otros que era bastante escasa. Se encendían polémicas especialmente sobre política y cuándo yo intervenía usualmente los garroteaba por mi educación de bachiller y por estar más actualizado debido a mis lecturas y estrato social.
Cualquier día llegué a la reunión después de dos meses de estar enmontado y durante el curso de la conversación uno de ellos me dijo: Jaime lo mejor que Ud. puede hacer es devolverse para Medellín y empezar a estudiar, está tierra es para brutos y no para personas cómo Ud. Salí pensando en el consejo y al poco tiempo llame a papá quién dichoso acogió mi propuesta.
El consejo llega en el momento preciso pues desde hacía algún tiempo había empezado a cuestionarme la educación recibida durante el bachillerato que para nada me había servido en el manejo de las fincas. Mi principal interrogante era sobre lo poco practico de ella pues su fundamento principal era el aspecto humanista dejando a un lado la enseñanza de materias que ayudasen en la explotación del campo para el manejo de un país agrícola, que para esa época ya empezaba a urbanizarse. Se nos enseñaba rudimentos de Latín y Griego, historia universal, de la cual nos obligaban a aprender de memoria pasajes cómo la guerra de las Galias y las Termopilas, se nos embutía religión, historia sagrada, apologética y otras materias afines, durante diez o más horas a la semana, y las más de las veces hacían hincapié en todo lo que no nos serviría para la vida practica. Las matemáticas nunca fueron el fuerte en nuestra educación, a más de que los profesores que nos las enseñaban en vez de hacerlas amenas las volvían más áridas, consiguiendo que les tomásemos aversión.
Cuándo cabalgaba por el monté y meditaba en la forma de solucionar alguno de los problemas que a diario se presentaban sólo se me ocurría exagerando la situación preguntarle a los Loros en Latín o griego sobre la manera de superarlos. Y cuándo el problema era de tal magnitud que me llevaba a la desesperación, empezaba basándome en las oraciones aprendidas y en la historia sagrada, encontrar las soluciones a las dificultades, método que no me funciono.
Regrese entonces a Medellín con el beneplácito de mis padres. Me matricule en la Universidad de Medellín, en la Facultad de Derecho, y allí empezó otra etapa de mi vida que otro día te contare.
El Peletas
Algún día en que se me encomendó la tarea de comprar unos ganados en la población de Lorica, aconsejado por un corpulento vaquero negro que me acompañaba en la gestión, irredimible gallero, cedí a sus ruegos para que comprara un pollón futuro gallo de pelea, en su concepto muy barato y procedente de una de las mejores cuerdas de la región. Según mi consejero hijo de un padrillo, triunfador de muchas luchas. Sin mucha emoción accedí a su pedido con la condición que se hiciera cargo de la crianza y entrenamiento, pues mis conocimientos en esa materia eran nulos. El asesor con gran contento se encargo del entrenamiento y cuidado, y pasado un tiempo informo que el pollón ya era gallo y estaba listo para su primera pelea. Sin mucho entusiasmo nos fuimos a la gallera del pueblo y hubimos de casar la pelea con un gallo giro, del que no teníamos mayores noticias, pero que, luego de cerrado el compromiso, empezaron a llegar y bastante alarmantes, sobre la fiereza, destreza y capacidad para tirar y herir mortalmente y acabar con sus rivales en sólo sesenta segundos, con dos o tres puñaladas de sus mortíferos espolones. Descorazonados hicimos las obligatorias pero pequeñas apuestas, dolidos de que nada se podía hacer y, expectantes esperamos que el juez ordenara empezar la pelea. Yantar nombre del vaquero negro, a pesar de las malas noticias que nos habían llegado sobre el rival, salió orgulloso y empezó el topeo con Grano de Oro que así se llamaba el oponente, sin demostrar preocupación alguna. Dada la orden de empezar, se iniciaron las apuestas y por supuesto estás se dieron de cien a uno en contra del nuestro. Y oh sorpresa. El Capón cómo lo había bautizado, se repantigo firme en sus dos patas esperando el ataque del Giro, y utilizando una manera totalmente inusual en los gallos de pelea, hecho el cuerpo hacía atrás y cuándo Grano de Oro lo ataco para apuñalarlo con los espolones, se elevo cerca de cincuenta centímetros, y raudo le clavo los suyos en el pescuezo sacándolo de una sola estocada del combate. Por supuesto nuestra emoción fue inmensa y mayor el desconcierto de los curtidos galleros al contemplar que un gallo peletas que parecía enfermo y con un cuerpo muy diferente al de los gallos criados en las cuerdas de tradición, venciese en el primer revoleo a uno desarrollado y entrenado en las condiciones más exigentes para la riña, puesto que la pelea la habían casado con el fin mostrar a unos colegas venidos de otra parte la fiereza y ligereza de los gallos de su cuerda, con la certeza de cerrar un jugoso negocio que hacía ya algún tiempo tenían conversado sobre la venta de unas polladas bastante levantadas, hijas de Grano de Oro.
Nuestra emoción no tuvo limites y nos prometimos jugar al Peletas en todos los pueblos en dónde hubiera riñas. Iniciamos el periplo por el más distante a aquel en dónde descubrimos a nuestro campeón, tratando de que no se conocieran sus habilidades y a través de un payaso regábamos la noticia de que el Peletas no resistiría el primer picotazo, bastaba con verlo, se parecía a un chulo mojado y todos los fines de semana los dedicamos a jugarlo en los lugares más recónditos. No existían distancias ni obstáculos, lo importante era aprovechar al momento la puntería con sus espuelas y la certeza de sus disparos, pues era lo que los galleros llaman un gallo heridor. Pero a medida que recorríamos galleras y vencíamos sin dificultades, se fueron alejando los apostadores en nuestra contra y el lucrativo negocio se fue enflaqueciendo.
Sin embargo, un día llega la noticia de que a un hombre bastante rico, venido del Departamento del Cesar, y el más importante criador de esa región, le habían llegado rumores acerca de las hazañas del nuestro, lo que desmejoraba notablemente la fama de su cuerda, fama ganada en múltiples riñas en el país e inclusive en el exterior y era inadmisible que en una apartada región en dónde no se caracterizaban sus habitantes por la habilidad para criar gallos de pelea, hubiera uno de padrillo desconocido, capaz de vencer a los criados en cuerdas que hacían honor al dicho que dice, que no hay más macho en la tierra que el gallo de combate. El león, el tigre, el hombre, corren a refugiarse cuándo están heridos, mientras el gallo muere en su ley y buscaba casar una riña con nuestro Peletas, para reforzar la bien merecida fama de su cuerda, sin que quedaran dudas de que él era el mejor criador de gallos de toda la Costa Atlántica. Traía según la fama que lo precedía él más jugado gallo de esas regiones, incluida la Guajira, tierra en dónde sé dan los mejores del país.
Conocidas por nosotros sus intenciones y de común acuerdo con él, escogimos el corregimiento del Porro para la gran fiesta. Todos los habitantes del poblado se unieron para juntar el dinero que exigía el retador, además del que, habíamos acumulado en las diferentes poblaciones en dónde nuestro Peletas había triunfado, logrando reunir una significativa cifra y fijamos la fecha para el sangriento encuentro un Sábado a las cinco de la tarde. Todo era expectación, la emoción se desbordaba entre la mocedad poblana, y entre los viejos galleros solamente se oía hablar de la inminente riña, y de la lección que se llevaría el Gallero del Cesar, cuándo el Peletas, con sus primeras estocadas diera de baja al más renombrado campeón.
Y llegó el esperado día. Todo El Porro se traslada a la gallera; los redondeles de madera de la pista para las riñas, fueron adornados con festones multicolores y flores recogidas por las más bellas jóvenes del poblado y cosa inusual, la banda de músicos se hizo presente para animar a nuestro seguro ganador, interpretando cómo entrada el porro, el Pollo Peletas, que el director en un momento de inspiración compuso en su honor.
Empieza la música y la algarabía inunda el ambiente; trabamos las apuestas con nuestro adversario sin escatimar un sólo peso de los que teníamos ahorrados de las ganancias en las otras peleas, más los dineros que se recogieron entre los habitantes del pueblo. Se dificulta el oír a los otros apostadores y la gritería acompañada por las notas musicales del Pollo Peletas, convierten la gallera en un pandemoniun. Cinco a diez; no hay quién pague; dos a dos, aceptado, y las apuestas se fueron trenzando hasta que el juez dio la orden de empezar. La algarabía se convirtió en locura cuándo el entrenador de Grano de Oro, manteniéndolo asido delicadamente con sus dos manos, lo acerco al Peletas, el que también era sostenido con suavidad por Yantar, amagando un ataque, topeo, dirigido a sacar del fondo de ellos la furia que la naturaleza les había regalado y que llevarían cómo carga atávica por el resto de sus vidas, para que los futuros gladiadores se cruzaran miradas de odio que sólo la muerte cancelaría.
Se ordeno por el juez el inicio de la riña y la emoción sin limites se apoderó de los concurrentes. Las apuestas subían cómo espuma y el hombre del Cesar las aceptaba sin vacilaciones. Corrían más apuestas y más aguardiente. El ambiente se tensionaba y la locura era general.
Puestos los contendientes frente a frente, se repitió el topeo y se dio la largada. Una lluvia de colores de los más variados y bellos subía y bajaba con cada movimiento de los luchadores y la arena se iba tapizando en forma tornasolada con las plumas que caían a medida que estos se preparaban para el ataque final. Sus largos y pelados pescuezos dejaban ver las heridas infringidas en el duelo que apenas comenzaba, pequeños hilillos de sangre corrían por sus cabezas y en sus ojos se transparentaba el odio incancelable hacía el enemigo. Cada revoloteo era un caleidoscopio con los más vivos colores y sólo se escuchaba el golpear de sus alas al tomar impulso para continuar el ataque. Grano de Oro ataca con furia demencial al Peletas, y este conservando su posición acostumbrada mantuvo el cuerpo echado hacía atrás, mientras dejaba ver sus agudos espolones en las amarillas y delgadas patas que más que de gallo de pelea parecían las de un guere-guere y abría su pico que a diferencia del de los gallos corrientes era amarillo y curvo terminado en una afilada punta. En un momento de descuido de Grano de Oro, Peletas logro con su pico agarrarlo durante un corto tiempo por la cabeza para luego soltarlo. El contraataque de Grano de Oro no se hizo esperar y Peletas con la frialdad propia de los más avezados asesinos, espero hasta tenerlo a tiro de puñal elevándose cómo era su costumbre, y sin compasión le hundió sus agudos espolones en la garganta. El silencio se apoderó de la concurrencia, mientras sin dar respiro a su enemigo, se volvía a elevar para repetir la puñalada fatal. Lentamente se fue desgonzando Grano de Oro y a medida que caía lo invadían los estertores de la muerte.
El gallero de la Costa que perplejo observaba la derrota, saco de su mochila un revolver y caminando lentamente hacía el redondel en dónde había caído moribundo Grano de Oro, lo dirigió hacía Peletas, disparándole la carga de su arma. Yantar enfurecido salto a la arena y con su fuerza descomunal asesto con un manduco de guayabo un brutal golpe en su cabeza. El gallero cayó instantáneamente muerto y el desconcierto y pavor se apoderaron de los concurrentes.
Llega la policía y lo llevan preso. No fue nada fácil convencer a las autoridades de que había actuado irracionalmente debido al dolor que le causo la muerte de Peletas y de contera conseguir un hábil abogado penalista.
Mientras permanecía en la cana, que era una vieja casona dotada de diez cuartos acondicionados para alojar a los detenidos; una amplia sala en dónde permanecían los guardianes y, el recibo para la oficina del Director; un gran solar en la parte trasera en el que crecían desordenadamente guayabos, ciruelas y mameyes, una cría de gallinas y cerdos propiedad del alcaide, destinados a ser vendidos a los reclusos, con lo que se proveían la alimentación, yo procuraba hacerle la detención lo menos traumática posible, visitándolo regularmente, máxime que sus nervios eran proporcionales a su tamaño, y cada día su desesperación crecía.
Algún día en que fue imposible devolverme para la finca, me toco hacer noche en la cárcel con autorización del Alcaide, quién a fuerza de verme termina haciéndose amigo mío. Me asignaron un cuarto cerca al patio y en el del lado dormían algunos guardias. Serían cerca de las tres de la mañana cuándo sentí un gran alboroto en el patio de la prisión. Las gallinas corrían de un lado para el otro y cacareaban nerviosamente. Intrigado por los ruidos y acompañado por uno de los guardianes, agarre mi linterna y nos dirigimos hacía dónde se oía el alboroto. Debido a las sombras únicamente se alcanzaban a vislumbrar los cuerpos borrosos de las gallinas. Inmediatamente dirigí el haz de luz hacía el sitio en dónde se sentía el cacareo y alcancé a divisar que el gallo señor y amo del gallinero estaba esponjado e inmediatamente emprendió carrera. Enfoque entonces el chorro de luz hacía dónde se dirigía y alumbro a una culebra cuatro narices con cerca de un metro de largo, bastante gruesa, enchipada, con su cabeza de candado dirigida en posición de ataque hacía él. Alrededor de la culebra y a una distancia prudencial las gallinas. De repente el gallo se acerca todo esponjado a la culebra y está inmediatamente lo ataca. La culebra por estar el gallo esponjado sólo atina a morderle las plumas y cae al suelo, momento que las gallinas que había a su alrededor aprovechan para atacarla a picotazo limpio. Cuándo la culebra se iba reponiendo de los picotazos de las gallinas y sé enchipava nuevamente, volvía el gallo a encresparse acercándosele de forma tal que lo tuviese que atacar. Volvía a fallar la culebra y a caer al suelo, y nuevamente las gallinas procedían a repetir la operación. Función que dura cerca de treinta minutos hasta que el equipo formado por el gallo y las gallinas agotan y atontan a la serpiente causándole la muerte, procediendo entonces a devorarla.
Pasados unos pocos meses se logra la libertad de Yantar, aduciendo el estado de ira e intenso dolor causado por la muerte del Peletas y por la falta de intencionalidad.
Cómo es de común ocurrencia la plata ahorrada y la ganada en la ultima riña, termino en los bolsillos del abogado.
La universidad.
Luego de mi experiencia como administrador de las fincas Las olas y la Alsacia, conseguí matricularme en la universidad de Medellin, facultad de derecho. Quedaba inicialmente en la plazoleta Uribe Uribe y con el pasar de algunos pocos años nos mudamos a Belen población cercana a Medellin en donde los benefactores y las directivas con esfuerzos titánicos consiguieron construir unas bellas edificaciones para alojar a las facultades que con que contaba la universidad